sábado, 23 de mayo de 2009

LA RUTA DEL ROMÁNICO RURAL


La de Guadalajara es una de las provincias españolas en donde quedó como legado de la cultura medieval una muestra espléndida del arte románico. Más de ocho siglos nos separan de la época en que se fueron levantando en nuestro suelo hasta cerca del medio centenar de iglesias según el viejo estilo del Císter. La franja norte de la provincia es un magnífico muestrario del arte románico en su modalidad rural, no menos valioso que el de las grandes catedrales europeas, pero más humilde, más al alcance de todos.
No creo que ignores, amigo lector, que estas fechas en las que perezosamente nos disponemos a estrenar un nuevo verano, son las más indicadas para viajar por los campos y los pueblos de la provincia de Guadalajara. La experiencia me dice que mayo y septiembre son el tiempo ideal para perderse por cualquiera de nuestros pueblos, y esta provincia tiene muchos, más de cuatrocientos donde elegir.
Elijamos cualquiera de los caminos que parten de la capital y salgamos en la mañana apacible del fin de semana tomando el hilo de cualquiera de las rutas, de las infinitas rutas, que nos dan la ocasión: la de los castillos calatravos, la de los campanarios, la de las batallas, la de los pairones molineses, la de los pueblos negros, la ruta del Cid, la de los Gancheros del Alto Tajo, la ruta del Románico Rural... Es ésta última la que hemos preferido para hoy.
El arte románico está extendido por toda la provincia de Guadalajara. El Dr.Layna puso en catálogo hasta cuarenta iglesias conformes a ese estilo, sin contar las ya desaparecidas y las que se van sumando a la relación como consecuencia de posteriores descubrimientos, en las que así mismo se pone de manifiesto lo más significativo del arte cristiano de la Edad Media: Cifuentes, Sigüenza, Brihuega, Molina de Aragón, Labros, Hinojosa, Millana, Zorita de los Canes, Henche, Sauca, Carabias, Beleña de Sorbe, Pinilla de Jadraque, Escopete, y un etcétera mucho mayor, son puntos capitales de nuestra geografía en donde el arte románico dejó para la posteridad importantes muestras.
No obstante, en su llamada variedad rural, es decir, en arte puro de menos pretensiones, menos a la vista del público y por eso más interesante para su conocimiento y estudio, queda en aquella comarca serrana del norte de la provincia una cadena de ejemplos todavía en pie, a los que bien vale la pena referirse una vez recogidos en un solo motivo y dada su proximidad en el espacio. Su impacto cultural y artístico convierten esta ruta, la llamada del Románico Rural, en una de las más interesantes, aunque no de las más visitadas, al menos en su conjunto.
La villa de Atienza, capitalidad de toda aquella comarca, es también la que goza de un muestrario más extenso. La especial atención del rey castellano Alfonso VIII con la villa por motivos harto conocidos, dieron como inmediato resultado la construcción de varias iglesias por todos sus barrios siguiendo escrupulosamente el estilo de moda. A la ya existente de Santa María del Val, cuya portada adornada con frailecillos saltimbanquis retorciéndose en los arcos y un relieve de la Huida a Egipto, habría que añadir otras diez o doce iglesias más repartidas por los distintos barrios, con la particularidad todas ellas de los capiteles foliados sosteniendo archivoltas de medio punto en piedra caliza trabajada con maestría y paciencia: San Bartolomé, la del elegante atrio porticado, convertida hoy en museo de arte religioso; las de San Gil y la Trinidad, también museos; la de Santa María del Rey, al pie del castillo, con su magnífica portada sur que se abre al cementerio, donde las figurillas múltiples de santos y de campesinos dan cuenta del insuperable hacer de los canteros castellanos del siglo XII.
No lejos de la Villa Realenga, siguiendo por una cómoda carretera en dirección poniente, la sorpresa surge en forma de puente, sillería rojiza y hechura románica sobre las escasas corrientes del río Cañamares dentro del pueblo que lleva ese mismo nombre. Lo escondido de su emplazamiento al otro lado de las casas y de los álamos, impide toda visión y todo lucimiento.
Por tierras ariscas de estepa y de tiernos pinares de repoblación, se llega muy pronto a Albendiego. Es éste el pueblo más inmediato en donde la arquitectura medieval se nos muestra en una extraordinaria joya. Se trata de la ermita (recientemente restaurada) de Santa Coloma en las afueras, pero con accesible camino por donde bajar cómodamente; bellísimo muestrario de celosías mudéjares con calados geométricos de inspiración judía adornando el triple ventanal del ábside; sin duda lo mejor que en esa particularidad ornamental se guarda en la provincia de Guadalajara. Y poco más arriba, en dirección al pueblo y junto al camino, el arte religioso popular del siglo XII mantiene todavía sobre un recio muro de sillería, las tres cruces en piedra labrada de un Calvario. Olvidado, sin que la gente repare en él, el Calvario en piedra de Albendiego parece ser parte consustancial del propio paisaje.
En la otra ribera del Bornova, aguas arriba, queda asentado en la solana de un voluminoso cerro de tierras blancas Somolinos. Detalles románicos de interés en Somolinos no los hay, pero allí queda a la salida su famosa laguna, frente por frente de un rincón pétreo impresionante al que llaman El Recuenco, y en el que han descubierto, hace muy poco tiempo, una fuente que mana abundantemente por un chorro cuyo caudal se pierde buscando más abajo el cauce común del Bornova.
Y Campisábalos más adelante. Los “molinos” que convierten la fuerza del viento en energía son los nuevos invitados del paisaje sobre los altos serranos por los que caminó el Cid. Campisábalos es por propio merecimiento parada obligatoria para los amantes del mundo medieval, para los estudiosos de sus costumbres y de su arte. Además de algún interesante ventanal, la iglesia de Campisábalos muestra dos portadas gemelas, inspiradas las dos en el gusto mudéjar, ingrediente, como venimos viendo, bastante común dentro del arte románico popular que prevalece al paso de los siglos por toda aquella cinta de tierras altas. Entre las dos portadas de la iglesia de Campisábalos, bajo cubierta una y al exterior la llamada de Sangalindo, se conserva un tanto desgastada por el influjo del tiempo y de los elementos climatológicos, la procesión ornamental de un mensario esculpido en altorrelieves sobre los bloques de piedra, a modo de cenefa en la que están representadas escenas campesinas referentes a las labores más características de los meses del año. El interesante mensario, único en disposición lineal, concluye con una escena de caza de jabalí con perros, y con otra final en la que dos guerreros medievales cruzan sus lanzas luchando a caballo.
Villacadima. Hay que desviarse a mano izquierda poco más allá de Campisábalos y tomar la carretera que sale hacia Galve de Sorbe. Tierras frías, entrañable páramo que aboca en Villacadima agazapado en un hoyo. Durante algunos fines de semana, y más todavía en verano, no suelen faltar pobladores en Villacadima. Durante el resto del año el pueblo se queda solo. El cementerio en las afueras, las fuentes siamesas pueblo arriba, el campanario, y al pie la portada románica de su iglesia restaurada que siempre causa sensación. Pasar por la carretera de Villacadima y no detenerme a visitar por enésima vez la portada de su iglesia produce en mi ánimo cierto pesar, Allí está, amigo lector, para ser vista, para disfrutar de lo antiguo y montar en tu imaginación miles de historias pueblerinas en aquel escenario simpar casi siempre en silencio, desde que el último de sus habitantes decidió marcharse de allí y dejar al pueblo solo. Han levantado algunas casas nuevas para el verano.
La triste historia de una veintena larga de pueblos nuestros, a los que angustia el peso de su ayer en los días cortos y en las noches largas de los inviernos. Dicen que el correr de la vida sigue su curso y que es de necios lanzar coces contra el aguijón, pero habremos de reconocer que durante el último medio siglo la vida ha corrido demasiado aprisa en nuestro medio rural, dejándolo todo, abandonándolo todo, incluso estas magníficas joyas de piedra medieval irrepetibles, únicas, que solemos encontrar en tantos de nuestros pueblos al amparo de nadie, y que no deja de ser un verdadero milagro encontrarlas allí, para nuestro gozo y disfrute.
(La fotografía muestra el ábside de la ermita de Santa Coloma en Albendiego)

domingo, 17 de mayo de 2009

UNA NOCHE EN POYATOS


«Por la carretera de Beteta se oyen sonar los acordes nostál­gicos de un acordeón cuando las sombras del cerro han cubierto ya los bajos de Las Hoyas. Las parejas de novios salen a pasear con la fresca hasta más allá del cemente­rio. Poyatos es un pueblo de bravos mozos y de mozas guapas que peinan sus cabellos hasta la cintura.
En la placetuela de la iglesia hay ahora un camión encarado de espaldas, del que dos hombres hacen bajar a la fuerza, valién­dose de un tablero que le sirve de rampa, todo un rebaño de cor­deros que seguramente acaban de com­prar en algún pueblo de la propia Serranía. Los animales se estrellan al caer, resbalándose en el cemento de la cochera, y salen después disparados hacia el aprisco. Es el camión de Severino Hernández, el alcalde, que llegó al pueblo con las últimas luces. Severino y el viajero se saludan cortésmente, un poco formulariamente, congracian y desde el principio se entienden bien. El alcalde es un hombre sensato, muy correcto y de saneados ideales. Por su conversación se dedu­ce, al poco de tratarle, su condición de primer mandatario del munici­pio.
- El pueblo no está mal -comenta-. Con muchos problemas, como todos, y algunos muy particulares de éste. El de la luz eléctrica, por ejemplo, ya lleva­mos tiempo tras él, y hasta la fecha hemos conseguido bien poco. Esperanzas de solución las hay, pero no inmediatas. Largas al asunto, ya sabe, y así esta­mos.
- Pues muy bien. Espero que nos veamos más tarde. Ha sido un placer conocerle. Cuando llegué, su señora me habló de usted. Quiero aprovechar para darme otra vueltecilla por el pueblo antes de que oscurezca.
La noche cae sobre Poyatos al tiempo que uno está contemplando desde las afueras el agreste espectáculo de la hoz por la que baja el río Escabas. El mirador es en esta ocasión la cima de unas peñas que hay a poca distancia de las últimas casas del pueblo, más arriba de la carretera que sube desde el empalme. La quietud apabullante de aquella interminable masa sombría, donde las ele­vacio­nes y las hondonadas se van sucediendo resvestidas del verde manto de la pina­da, es una imagen en todo punto difícil de olvi­dar. El soplo frío de la brisa que sube de la vega, la purísima transparencia del ocaso, el llegar paulatino del imperio de las tinieblas hasta hacer que desaparezca de la vista todo aquel portento natural que tuve delante, es una de las recompensas, verdaderamente impaga­bles, que me ofreció la Serranía.
De regreso, atravesando los cuartelillos baldíos con la luz de las estrellas, uno se da cuenta de que sí, de que Poyatos es un pueblo que pasa las noches medio a oscuras. Las tristes luce­ci­tas que cuelgan de las esquinas, no dan más luz que aquellas lamparillas que en la niñez vimos a nuestra madre colocar, piado­sa­mente, encendidas en una taza de aceite la noche de Difuntos.
En el bar de Severíno el público se mueve en la penumbra. La pantalla de la televisión la ocupa una parte iluminada que más bien parece una cinta de luz blanca en la que no se ve nada. El aparato está ayudado por un elevador de corriente colocado al máximo. Cuando lo desconectan, aumenta un poco la claridad dentro del establecimiento. El alcalde está visiblemente contrariado con el problema, y no le falta razón. Poyatos, a estas alturas del siglo, tiene noches verdaderamente medievales.
- Es que la corriente viene de un grupo propio y no da, ni mucho menos, para cubrir el consumo de manera suficiente. Lo de la Compañía va tan lento, que ya veremos. En cuanto enciendan en el pueblo todas las televisiones, aquí no se ve nada.
Sobre una de las paredes del bar están clavadas aún las cuentas de la vaquilla del año anterior. Para evitar compromisos, habladurías y malos enten­didos por parte de los suspicaces y de los que no lo son, que de todo hay en la viña del señor, allí queda expuesta, a la vista de quienes pudiera interesarle, duran­te doce meses: "Liquidación que formulan los encargados de reco­ger el dinero para la compra de una vaca con motivo de las fies­tas locales 1981: Ma­riano García Gómez, 1000; Manuel Sánchez Olmo, 1000; Isaías García, 1000; Silvio Villanueva, 1000; etc. Total, 59, a 1000 pesetas cada uno, 59.000 pesetas. Firmado: La Comi­sión."
A la hora de la cena, cuando el establecimiento quedó un poco despejado de clientes, Nieves, la hija casadera de los due­ños, me pone para cenar en mesa aparte, yo solito, como en el restau­rante de Uña; con un mantel limpio y bien planchado y una servi­lleta nueva de flequitos doblada en triángulo. El padre, don Severino, en un gesto que mucho le agradezco, le dice que no, que yo soy como uno más y que cenaré en la mesa familiar con todos los de la casa.
La cena es copiosa, variada y muy rica. Conversando con la familia, como debe ser, a la luz de una lámpara de cien que alum­bra poco más que una vela, dimos buena cuenta de una tortilla a la francesa, pisto de tomate frito con carne, un chorizo o dos -cada cual lo que quiso-, manzana y una tacita de té después para relajarse.
Me acuesto en el piso alto, en una habitación de cama gran­de, con mulli­do colchón de lana nueva y sábanas muy limpias ador­nadas con florecitas. Es todavía pronto. Los del café están empe­zando a llegar al salón, que queda justo por debajo de la habitación donde deberé dormir; pero la caminata del día siguiente aconseja no andarse con conce­siones de mostrador ni con paseos nocturnos a la luz de la luna.»
(De mi libro "Viaje a la Serranía de Cuenca", publicado en 1983)

domingo, 10 de mayo de 2009

LA ARTESANÍA EN GUADALAJARA


El escaso número de habitantes que tiene la Provincia, y la gran cantidad de pequeños municipios repartidos por ella (más de 400), han hecho que los efectos de la industria llega­ran hasta el último rincón con cierto retraso respecto a otros núcleos de población enclavados en otras tierras, incluso dentro de la propia Castilla. Ello obligó a que la artesanía tradicional se haya manifestado en algunos lugares de Guadala­jara -más aún cuanto más apartados- hasta el último cuarto del siglo XX como una actividad cotidiana, casi habitual. Herre­ros, carpinteros, alfareros, escultores tejedores, cordeleros, cesteros, esparteros, hilande­ras, guarni­cioneros, han ido desapareciendo poco a poco de la geografía provincial, motivados principal­mente por la competencia insalvable de los productos que da la industria y por los efectos negativos de la emigración.
A pesar de todo, aún es posible observar cómo en los pequeños lugares serranos todavía se carda y se hila la lana, tejiendo con ella después gruesas prendas de abrigo que adquiri­rán más tarde como piezas de colección algunos turis­tas. Hasta hace muy poco se trabajó el esparto para la confec­ción de esteras, aguaderas, esportillos y serones, en Tórtola de Henares y en Chiloeches; los tejedores de La Fuensaviñán y de Romanillos de Atienza movieron sus telares hasta 1986, en tanto que los viejos alfareros de Anguita, Cogolludo, Lupiana, Brihuega, Málaga del Fresno y Zarzue­la de Jadraque, dejaron de producir coinci­diendo con la despobla­ción de sus respectivas comarcas en la década de los años sesenta.
Modernamente, con medios muy distintos a los que emplea­ron sus predecesores, se ha dado un importante impulso al quehacer artesanal, siendo varios jóvenes en diferentes sitios de la Provincia, sobre todo en la comarca de Sigüenza, los que han comenzado a dedicarse a la artesanía con finali­dad mera­mente ornamental. Conviene mencionar a este respecto el magnífico taller de cerámica que mantiene con impensable éxito en Pozancos un joven matrimonio venidos de Madrid (Alfar “El Monte”), o los que en la villa de Jadraque, con venta y exposición junto a la carretera, instalaron hacia los años setenta del siglo XX una familia de artesanos navarros dedicados a trabajar el alabastro artístico (“Alabastros Antonio”), o el taller de escultura en hierro que existe en Alcolea del Pinar junto a la Casa de Piedra (García Perdices). Por otra parte, es cosa corriente encontrar por los pueblos de Guadalajara a ciertos personajes, jubilados casi todos, que se han especializado en realizar pacientes piezas de artesanía y de coleccionismo que bien vale la pena conocer.
(EN LA FOTO: Trabajando en el "Alfar El Monte")

martes, 5 de mayo de 2009

EN LA SERRANÍA DE CUENCA


Para quienes vivimos por estas latitudes de centro de España la Serranía de Cuenca es un lujo asequible; aquel paraíso natural lo tenemos a la vuelta de la esquina, a cuatro pasos para gozar de él. Hace años que gentes de otras regiones lo descubrieron y lo tomaron como suyo a falta de algo similar tan saludable, tan ameno, a trechos tan espectacular en sus tierras de origen. Las barranqueras y los picachos enriscados del Alto Tajo, en medio de una vegetación rebelde, son como una avanzadilla de las infinitas bellezas naturales que, poco más adelante, pone ante los ojos de quienes quieran gozar de ella la Serranía de Cuenca. Las rocas, las aguas, el inmenso pinar, la suave brisa de los montes que al caer la tarde eriza la piel a partir de estas fechas, son sus principales componentes. De la adecuada combinación de aquellos elementos, hasta convertirlo en arte, se encargó al lento pasar de los milenios la madre Naturaleza; el hombre por su parte, como único destinatario al fin de tanta maravilla, se encargó de darle color y calor humano, de aderezarlo con el ingredien­te de la leyenda, en donde hoy, junto lo uno con lo otro, nos hemos venido a detener.
Las imágenes, de puro conocidas, resultan tópicas cuando se está lejos de allí; pero la realidad es diferente. Todo es nuevo cada día que pasa. La experiencia y el conocimiento de esta tierra que piso me lo confirman.
Tragacete, un histórico de los pueblos de aquella serranía, es cruce de caminos para andar por ella. En sólo diez o quince minutos de viaje en coche se llega a uno de los rincones más espectaculares que, al cabo de senderos de pinar, esconde en su entraña la Meseta. Se trata del Nacimiento del río Cuervo, un arroyo de aguas delicadas, que ofrece la singularidad de brotar a flor de tierra desde la boca de una cueva rocosa, y de despeñarse apenas nacer dibujando cortinas de hilos finísimos, en un juego incomparable de imágenes paradisíacas a lo largo y ancho de la húmeda vertiente, para recogerse después en una y mil charcas transpa­rentes, de finísimo cristal, donde los turistas arrojan monedas pidiendo a los hados de la casualidad y de las circunstancias que les permitan volver en buena hora, como es tradición en la fontana de Trevi, allá por la Ciudad Eterna, pero más inmensa, más espectacular, más apartada de la humana concepción de la ingeniería, en esa visión única de la Sierra de Cuenca.
Dejando atrás el trance de su nacimiento, el río Cuervo serpentea sierra abajo hasta la real hoya del Solán de Cabras, otro paraje irrepetible, célebre por sus aguas medicinales y por las de su manadero natural que decenas de vehículos de gran tonelaje se encargan de repartir a diario por todas las regiones de España.
En dirección opuesta desde Tragacete, siguiendo a favor de corriente las aguas del Júcar, casi desde el sitio mismo de su nacimiento, la sorpresa paisajística surge en cualquier momento y en cualquier dirección. El espeso pinar cubre montañas y tapiza barrancos, dejando asomar a menudo las formas violentas de los farallones de caliza y de los roquedales sobre los que dieron en crecer, nadie sabe cómo, pinos equilibristas de escaso desarrollo que se hunden de raíz sobre la roca y se asoman al abismo de un modo increíble, sueño de alcotanes y de rapaces, en contraste con el inmenso mosaico de los cielos que alguien dijo ser los más azules de todas las tierras de España.
Al otro lado de la peña que llaman del Castillo, surge a mitad de ladera -extendido en dos calles paralelas a todo lo largo- el lugar de Huélamo; patria chica de Julián Romero, aquel capitán de los Tercios de Flandes, maestre de campo del Emperador, que llenó de páginas heroicas y de hazañas inconcebibles la historia nacional, para morir en Cremona convertido en una piltrafa humana, a falta de un ojo, de una oreja, de una pierna y de un brazo; eso sí, con el apelativo a perpetuidad por parte de la Historia de "La mejor pica en Flandes".
Y Uña algo más adelante; la laguna de Uña junto al pueblo con islotes movedizos en su interior, fue durante muchos años, siglos quizás, parada de gancheros cuando las maderadas que llevaban hasta Valencia, río abajo, los troncos de pino de la Serranía. Más arriba, a sólo unos minutos, luego de una abundosa fuente caminera y de media docena de kilómetros de desvío en pleno pinar: la "Ciudad Encantada". Sin duda, el trozo de tierra más universal de toda la sierra por obra y gracia de las enormes peñas que el viento, el agua, y el paso del tiempo, llevaron a adoptar formas caprichosas que la humana imaginación -estas con más y aquellas con menos parecido al ser real cuyo nombre se les adjudica- ha creído ver en cada una de ellas.
Tan sólo una parte, no muy grande de lo que allí hay, se permite ver a los visitantes que por miles se acercan cada año a la Ciudad Encantada. La acción continua de los elementos atmosféricos, la composición de la roca a diversas alturas hicieron el portento. Por las diferentes "calles" de que consta el itinerario a seguir, uno se encuentra, entre la pradera y la pinada, con "Los barcos", "El perro", "La cara del hombre", "El puente romano", "Los amantes de Teruel", "Los osos", "La tortuga", "El tobogán", "El mar de piedra", en fin..."El Tormo Alto". Este último volumen de caliza, a manera de hongo inmenso que de un modo increíble sostiene su abultada testa sobre un estrecha­miento inverosímil a ras de tierra, lo encuentra el visitante a la entrada y a la salida del itinerario que marcan las flechas de cal sobre la superficie de las peñas. Quiso Federico Muelas, el poeta de Cuenca, que en lo más alto de la plana superficie que el Tormo Alto tiene por corona, estuviera enterrado el pastor Viriato, y que aquella ciudad de misterio fuese el corazón de la Celtiberia. Fábula que nadie hasta el momento se ha atrevido a desmentir.
Y no lejos, junto a la carretera, el "Ventano del Diablo", mirador de vértigo sobre las aguas verdes del Júcar, tan joven aún. Dicen que Satán en persona se lanza al abismo desde aquellas rocas en las noches oscuras de cellisca, arrojando por las uñas de las manos y de los pies una extraña luz azul y cargando el ambiente impoluto de la sierra de un infernal olor a azufre.
En dirección más o menos acorde como para seguir la ruta con el debido método, por aquellos contornos viven en libertad vigilada especies animales en peligro de extinción, cuando no prácticamente extintas: osos pardos, lobos, jabalíes, muflones, cabras hispánicas..., es el llamado con toda propiedad Parque Cinegético Experimental de "El Hosquillo", caldera inmensa de roca y vegetación, rodeada por enormes murallones naturales, en donde es posible la vida a campo abierto, fuera de todo peligro, para estas clases de animales entre otras más, siempre con los debidos cuidados que faciliten su desarrollo y reproducción en favor de la especie.
"Las Torcas", más al sur, pero a poca distancia, son otra singularidad de aquella tierra. Se trata de profundos hundimien­tos del terreno debidas al efecto erosivo de las aguas subterrá­neas, y que se cuentan en número de veinte, o quizá más, en un espacio no superior a los cuatro o seis kilómetros cuadrados de superficie. Un fenómeno natural menos conocido quizá que los anterio­res, pero digno de ser considerado como una página excepcional del libro de los caprichos naturales más admirables, que con poco esfuerzo tenemos ocasión de conocer y también de disfrutar.

viernes, 1 de mayo de 2009

LA CABALLADA DE ATIENZA


Se trata de una fiesta popular, con más de ocho siglos de antigüedad, que la villa de Atienza celebra cada año el día de Pentecostés en memoria de la liberación, por parte de sus arrieros, del rey niño Alfonso VIII en el año 1162, cuando las huestes de su tío, el ambicio­so Fernando II de León, lo buscaba para acabar con su vida.
Cuenta la Historia que los recueros de Atienza salvaron al niño disfrazándolo de arriero, pasándolo así delante de los soldados sitiadores que, ni remotamente, pudieron reconocerlo ni sospechar la estratagema de aquellos feriantes montados a caballo. Los arrieros bailaron como lo solían hacer en cada salida ante la ermita de la Virgen de la Estrella, su Patrona, y huyeron después a todo correr burlando al ejército leonés que nada pudo hacer por evitarlo. En siete días de camino consi­guieron trasladar al niño a la ciudad de Ávila, donde quedó definitiva­mente a salvo.
La Caballada, Cofradía de la Santísima Trinidad, se rige por unas ordenanzas concedidas y firmadas de puño y letra por Alfonso VIII, quien la debió presenciar en persona alguna vez durante las temporadas que pasó en Atienza con motivo de la construcción del segundo cerco de murallas.

La fiesta se inicia con la reunión previa de los caballeros en la puerta del prioste, bien de madrugada, a la que sigue la lectura de las multas habidas durante el año entre los hermanos y el paseo, a son de dulzaina y de tamboril, hasta la ermita de la Estrella. Los cofrades visten capa castellana e indumentaria de la época. Al caer la tarde se corren los caballos, por parejas, en los bajos de la villa.

Con su raíz histórica -página notable de la Historia de Castilla- la fiesta de La Caballada es uno de los acontecimientos festivos más antiguos, interesantes y coloristas, de toda la región Castellanomanchega, y tal vez de toda Castilla.