jueves, 8 de diciembre de 2011

ERCÁVICA EN LA ALCARRIA DE CUENCA


Infinidad de restos arqueológicos, unas veces a la vista y otras ocultos bajo la capa de tierra que los siglos fueron depositando sobre ellos, son la prueba más veraz y más convincente de lo que pudo ser el pasado de un pueblo o un país. Los libros de historia, producto tantas veces de una investigación meticulosa, resultan más fríos que el testimonio de las piedras encontradas sobre el que fue su asiento, de ahí que éstas, sea cual fuere el lugar donde se encuentren, supongan en la mayor parte de los casos una riqueza cultural interesantísima a la que no siempre se le presta la atención que merece.

            La vieja Europa está minada de hallazgos remotos, a los que se ha de echar mano para tejer el impresionante tapiz de la Historia de la Humanidad. España es Europa, una península habitada por la especie humana desde los primeros tiempos de su existencia. Se cree que fue Túbal -hijo de Jafet y por tanto nieto de Noé, el del bíblico diluvio universal- el primer hombre histórico que con su familia pisó suelo español. Pudiera ser; si bien, como con todas las cosas borradas por el tiempo y sin que exista un documento absolutamente fiable que lo acredite, siempre queda la duda. No obstante, nos puede servir como referente.

            No ocurre así cuando el documento está ahí, latente a lo largo de los siglos, avalando una verdad y sirviendo al mismo tiempo como materia para la investigación que más tarde permitirá sacar a la luz nada menos que la historia de un pueblo, teniendo como punto de apoyo el soporte inamovible de la piedra milenaria.


Conocer Ercávica

            Y digo esto porque, aprovechando tiempo atrás un viaje a otro lugar cercano, se me ofreció la oportunidad de visitar las ruinas de una de las tres ciudades romanas cuyos restos ya hace años, aunque con demasiada lentitud, se emprendió la tarea de descubrir en la provincia de Cuenca. Segóbriga, Valeria y Ercávica, son los nombres de las tres ciudades romanas, siendo a la última de ellas a la que hoy me quiero referir, a la vez que invito al lector a que viaje a conocerla. Ercávica está situada en plena Alcarria, término municipal de Cañaveruelas, al otro lado del pantano de Buendía cuyas aguas, ahora de un azul intensísimo, le lamen los pies desde lo que antes fue una abundosa vega que recorre el paraje de saliente a poniente, siguiendo la ribera en este momento oculta, del río Guadiela.

            Cañaveruelas es un pequeño pueblo de agricultores, situado a un paso del límite de las provincias de Cuenca y Guadalajara. El camino que lleva hasta las históricas ruinas parte del propio pueblo. La distancia hasta Ercávica es de tres o de cuatro kilómetros por pista de tierra. Con dificultad, y salvando cuando se pueden salvar los enormes socavones del camino, es posible llegar hasta la caseta que cumple la función de portería junto a la entrada a las ruinas. No es agradable tener que denunciar públicamente el mal estado del camino de acceso, pero es verdad; más si se tiene en cuenta que en tanto se prepare una pista de asfalto por la que se pudiera y se debiera llegar, con cuatro remolques de tierra y un par de pasadas con una apisonadora, el problema quedaría resuelto hasta que se lleve a término, si es que alguna vez se hace, la pista para llegar que el sitio merece.

            Una vez salvado el inconveniente, conseguimos alcanzar la altura de la que pudo ser en su día una de las puertas de entrada a la ciudad a través de la muralla. La portera es una señora entrada en edad que al momento me sirvió una fotocopia en papel folio donde se recogen algunos datos de lo que a partir de allí se puede ver. Después, todo el campo es tuyo, un campo al aire libre que deberás recorrer con el interés y el respeto que merece todo documento histórico con más de veinte siglos de antigüedad, como aquí es el caso, aunque no aparezca escrito sobre viejos pergaminos, sino con piedras labradas sobre la tierra áspera y ondulante de la Alcarria.

            Las excavaciones se han ido sucediendo en diferentes etapas, siendo todavía una importante superficie de terreno la que falta por descubrir. La actuación de los arqueólogos no ha sido continua (ya se sabe lo que ocurre con estas cosas de especial interés cultural, que rara vez encuentran fondos para llevarlas a término), y las “catas” están separadas unas de otras por centenares de metros; de manera que hasta el momento son cinco o seis las que se han ido sacando a la luz, y casi todas ellas tapadas con enormes coberturas de material plástico, a manera de lonas, para librarlas de los accidentes atmosféricos y de la condición, supongo, poco leal de algunos visitantes buscadores nada escrupulosos de antigüedades.

            Y así nos encontramos como más interesante entre lo ya descubierto con el “Domus”, o conjunto de viviendas entre las que se encuentra la llamada casa del médico, por haber encontrado en ella durante la excavación diverso material clínico de la época, y de la que puede verse el “nispluvium”, a manera de pequeño patio rodeado por cuatro columnas. El “Foro”, digamos para la mentalidad de hoy, era el lugar público u oficial mas importante en todas las ciudades romanas, algo así como las plazas mayores de nuestras ciudades y de nuestros pueblos. En Ercávica se ha descubierto una buena parte de él, con su plaza rectangular de grandes dimensiones, una “basílica” de tres naves, las “tabernae”, “la curia”, algo así como la sede del Senado local, ahora diríamos la casa-ayuntamiento. La Insula de las termas es otro de los espacios de la ciudad que ahora se puede ver, a cierta distancia de los anteriores. Ahí queda la señal al descubierto de lo que fueron las saunas subterráneas y algunas de las cisternas que contuvieron el agua para los baños.

            De otras estructuras nos encontramos con restos de calles empedradas, algunos lienzos de la muralla que cercaba la ciudad, y como curiosidad una urna funeraria de piedra expuesta al borde del camino, que por su interés y el impecable estado de conservación que presenta, me parece oportuno reseñar. Y como fondo a todo lo dicho, a la caída pone la nota de magnificencia y de actualidad el tramo final del embalse de Buendía, como un gigantesco cristal de intenso color azul, recortando en la distancia las vertientes de los oteros y colinas desnudas a que da lugar el paisaje, a veces austero y siempre singular, de nuestras tierras. Un aditamento ciertamente espectacular, que sólo cuenta cuando el contenido del pantano raya o supera la mitad de su capacidad, como lo es ahora.
 

Historia

            Es el historiador romano Tito Livio, quien considera a la ciudad de Ercávica en sus escritos como “potens et nobilis civitas”, una ciudad potente y noble, y añade cómo en el año 179 antes de Cristo fue obligada a rendirse durante la campaña de Tiberio Sempronio Graco contra las tribus celtíberas que ocupaban estas tierras, cuyo primitivo nombre siguieron conservando, si bien no se tiene por seguro que su posterior emplazamiento fuese el mismo, o ligeramente distante al otro lado del río Guadiela.

            Se sabe que esta ciudad fue edificada y urbanizada en los primeros años del siglo I, es decir, coetánea con Jesucristo; obteniendo poco después el estatuto de municipio romano con todos los derechos que ello suponía para sus ciudadanos. El mayor esplendor de toda su historia lo vivió Ercávica durante los dos primeros siglos de nuestra era, iniciándose su decadencia a partir de la segunda mitad de la tercera centuria, que culminaría con el abandono progresivo de sus habitantes durante los siglos IV y V, corriendo la misma suerte que el resto de las ciudades de la Hispania romana, inmersas en la crisis general del Imperio que acabaría, como todos sabemos, por desaparecer no muy tarde con la imparable invasión de los pueblos bárbaros.

            Por cuanto a materiales recuperados en las excavaciones de Ercávica hasta el día de hoy, hay que hacer mención a diversidad de utensilios de uso común entre la población de la época: lucernas y otras piezas de alfarería, así como diversos objetos de metal, empleados en el adorno personal, especialmente de las mujeres. Por cuanto a escultura en mármol se han encontrado algunos ejemplares de extraordinario valor artístico, de entre los que es justo hacer mención a la cabeza de Lucio Cesar niño (nieto que fue del emperador Augusto), a la cabeza de Agripina, esposa de Claudio y madre de Nerón. Los materiales referidos y otros en gran número y variedad, pueden ser contemplados y admirados en el Museo Arqueológico de Cuenca, uno de los más completos en hallazgos pertenecientes a los dos primeros siglos de la era cristiana, habida cuenta como antes se apuntó, de poseer dentro del entorno de su provincia tres de las más importantes ciudades de la Hispania Imperial que, como no podía ser menos, recomiendo a los lectores visitar.

sábado, 26 de noviembre de 2011

SINGULAR HISTORIA DE LA PRESA DE BOLARQUE


Una inscripción centenaria sobre el muro de la presa informa cómo las obras de la central hidráulica fueron inauguradas por el rey Alfonso XIII el día 23 de junio de 1910. A principios del pasado verano se cumplió el primer siglo de su existencia. De aquel importante momento han quedado algunas anécdotas, tales como el paseo en barca del rey sobre las aguas del pantano, donde no faltó el incidente imprevisto de una avería en el motor de la embarcación y que obligó, tanto al monarca como a los muy distinguidos personajes que le acompañaban, a regresar a remo hasta el punto de partida. Este tipo de sucesos fueron frecuentes en la vida de Alfonso XIII, pues es muy conocida la foto en la que aparece, en su viaje a las Hurdes, conduciendo un automóvil empujado por un pequeño grupo de lugareños. Nadie, ni siquiera los reyes, están libres de pasar por esos trances. Cien años después, fue su bisnieto, el príncipe Felipe, quien se hizo presente en aquel mismo lugar para dar realce, digamos que institucional, a tal acontecimiento ahora felizmente recordado.
            La presa de Bolarque cuenta con un historial poco conocido, pero lo más de interesante. Pensando en su origen hay que situarse en la segunda mitad del siglo XVI, cuando el emperador Carlos I nombró comendador de Zorita a fray Francisco Ortiz, un nombre para la historia, quien fijó su residencia habitual en Almonacid, y al poco de conocer la comarca se planteó la necesidad de convertir en productivas las importantes extensiones de terreno próximas a los cauces del Tajo y del Guadiela, con cuyas aguas podría verse resuelto su proyecto de enriquecer la zona, una antigua aspiración de los vecinos de Almonacid a la que nadie, hasta entonces, se había comprometido en hacer frente.

            La historia de la presa de Bolarque es, sobre todo, un homenaje o un canto a la perseverancia por parte del ya referido comendador, quien a pesar de las continuas dificultades vio concluido su propósito después de casi veinte años y de un sinfín de ejercicios de paciencia y de tesón frente a la adversidad, como de manera sucinta intentaré explicar.
            Previsto y asegurado el importe de los trabajos necesarios para la construcción de la presa, que debería correr a cargo de los vecinos, y contando con los oportunos permisos para realizarlos, se dio comienzo a las obras en el verano de 1569. Un año después una crecida del río, propiciada por la tormenta, se llevó por delante todo lo que se había hecho. Se volvieron a comenzar las obras, y tan sólo tres meses después otra crecida del río les obligó a empezar de nuevo. Era el otoño de 1570.
            El comendador, temple acerado ante la adversidad, no renuncio a su empeño y volvió a ordenar que se iniciasen los trabajos inmediatamente; ahora con el consejo de unos venecianos expertos en este tipo de realizaciones, empleando para arrancar las peñas una importante cantidad de pólvora. Con las mejores perspectivas en esta ocasión, y cuando el esfuerzo se vislumbraba como un éxito, otra riada en la primavera de 1571 arrastró con todo. Operaciones similares y nuevos fracasos, debidos al ímpetu de las aguas, se producirían un año después, cuando los trabajos de la presa se encontraban prácticamente acabadas y un gasto superior a los 1200 ducados. Vuelta a empezar, ahora haciendo uso de gruesos troncos de madera y potentes vigas acarreadas con ese fin desde la Serranía de Cuenca. Las obra se dio por concluidos con una estructura resistente a base de maderas, cal y canto (12 metros de altura y 14 de longitud, aproximadamente). La presa se vio llena por primera vez. Estamos en el año 1577.
            Pasaron algunos años y el furor de las aguas volvió a cebarse como en lo ya vivido años anteriores. El comendador, fijo en su empeño, volvió a emprender de nuevo las labores de reconstrucción, pero en lugar distinto, ahora en la desembocadura del Guadiela sobre el cauce del Tajo. Una obra todavía de mayor envergadura, que vino a costar otros 7.000 ducados. Una vez acabada, el remanso de las aguas llego a alcanzar más de cinco kilómetros desde la presa. Todo un éxito que no tardaría en cruzarse con las hieles de la adversidad una vez más; pues el 3 de diciembre de 1786, la nueva construcción fue arrastrada por las aguas cauce abajo.
            Por fin, en 1587, casi veinte años después de poner por primera vez manos a la obra en el ansiado proyecto, las obras se vieron concluidas feliz y definitivamente. Sirvió de mucho la orientación de un padre carmelita de Madrid, el padre Mariano, perito en ese tipo de empresas. Una nueva aportación de 3.000 ducados y un año más de trabajos. Los campos de junto al río se pudieron regar con nuevas infraestructuras y adecuados canales de distribución, como estaba previsto, y la economía experimentó el alza prevista como consecuencia en los pueblos de la zona.
            Las reformas posteriores han sido continuas, así como la instalación anexa de centrales hidráulicas al pie, que en diferentes periodos se han ido renovando y puesto al día. Pero eso sería tema distinto al que hoy y aquí hemos querido tratar.


lunes, 14 de noviembre de 2011

LA BEATA DE VILLAR DEL ÁGUILA


La lista de personajes curiosos que ha dado el mundo no tiene fin, y éste debió de ser en su tiempo y lugar uno de los que haya dejado una huella más profunda para la posteridad.

            Nos referimos a una labradora del pueblo de Villar del Águila, provincia y diócesis de Cuenca, que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII, y de nombre Isabel María Herráiz; la que ha pasado a la historia con el bien conocido apelativo de la Beata de Villar del Águila.

            A la infeliz mujer no se le ocurrió nada mejor que considerarse -según ella por revelación del propio Jesucristo- como materia eucarística, es decir, que en su cuerpo se había producido la transustanciación propia del Sacramento, de manera que su persona, su carne y su sangre, no eran otra cosa sino la carne y la sangre de Jesucristo.

            Produce cierto sonrojo sólo pensar que estas cosas ocurriesen, y que además trascendiesen en nuestro país en un periodo tan avanzado de la civilización; y sobre todo que fuesen admitidas no sólo por la humilde masa del campesinado, sino por otras personas de mayor cultura entre las que no faltaron varios eclesiásticos y algunos religiosos, los cuales, con mejor o peor intención, entraron en el juego hasta el punto de venerarla y adorarla con culto de latría, o sea, con el culto qué sólo se da a Dios. Fue sacada en procesión por las calles y por el interior de la iglesia con velas encendidas, incensada como se inciensa a la Sagrada Hostia en el altar, y recibiendo a su paso las genuflexiones y reverencias que sólo se rinden a la divinidad

            Eran tiempos los suyos en los que hechos como estos podían y solían ocurrir, contando incluso con el respaldo de una parte considerable del respaldo popular; pero eran tiempos también en los que este tipo de osadías se castigaban con el mayor rigor, casi siempre con excesivo rigor, obligando a sus autores a pasar por el filtro inapelable del Tribunal de la Inquisición, del que Isabel Herráiz no se pudo librar, más si se tiene en cuenta que la popularidad que el hecho había llegado a adquirir, traspasó los límites de la Diócesis.

            Iniciado el proceso por el obispo Palafox, las Beata de Villar del Águila fue presentada ante el Tribunal de la Inquisición de Cuenca que, como cabía esperar, dictó sentencia condenatoria; por lo que fue llevada a prisión, donde fallecería poco después por enfermedad sin haberse visto acabado el proceso.

            Una estatua de la Beata fue quemada en público, y tras su muerte se tomó el acuerdo de que recibiera sepultura bajo los escalones de entrada de la iglesia de San Pedro, en la Cuenca alta, sita junto al Tribunal de la Inquisición, para que fuese pisada por los fieles al entrar y salir del templo. Tanto el cura de su pueblo como algunos religiosos acusados de complicidad, fueron desterrados a las Islas Filipinas.

(En la fotografía: Portada de la iglesia de San Pedro en Cuenca)

viernes, 11 de noviembre de 2011

LA LEYENDA DE LA REINA CLOTILDE


Existe una vieja tradición por la que sabemos cómo un paraje muy concreto de la comarca alcarreña pudo servir de escenario en el que tuvo lugar uno de los acontecimientos, no demasiado conocidos, de la historia medieval de la vieja Europa. Así se contó entre las gentes hasta su práctica desaparición en el decir popular, y así lo contamos como uno más de los novelescos aconteceres ocurridos en un lugar de la Alcarria.
    

            Desde luego que sí, que a la Historia como maestra de la vida hay que tratarla como merece ser tratada, y a la leyenda, que viene a ser su sombra, también según su merecimiento; pero sabiendo distinguir la una de la otra. La Historia está garantizada por documentos reales y verídicos, de papel o de piedra; la leyenda, en cambio, carece de ellos y flota en el decir de la gente de generación en generación sin una base sólida. No es lo mismo hablar de un hecho ocurrido en el pasado, por muy lejano que éste sea, pero que se puede demostrar documentalmente, que hablar o escribir de sucesos pretéritos ajustados en el tiempo, con nombres de personas reales a veces, ficticias otras, puro producto de la imaginación, a las que les falta la fuerza documental de lo fiable, el apoyo seguro sobre el que dejar caer el peso de los siglos que todo lo borran, o al menos lo nublan y lo oscurecen. La leyenda de la reina Clotilde en tierras de Guadalajara tiene un aliado en la tradición oral, pero se encuentra huérfana de un documento acredita­tivo que de ello de fe. Así que, consciente de esa importante deficiencia, lo paso a contar.


La leyenda

            Pues sucedió que allá por la segunda o tercera década del siglo VI, un rey visigodo de origen germano llamado Amalarico -nieto de Teodorico II, su antecesor en la complicada lista de reyes de aquel tiempo, hombre feroz, inteligente y astuto-, casó por conveniencias y pactos de nobleza con Clotilde, hija de Clodoveo y hermana de Childeberto, rey de los francos de París, a la sazón enemigos acérrimos del pueblo visigodo que hasta entonces, y aun después, habían sido los dueños y señores de los territo­rios que siglos atrás constituyeron el Imperio Romano, entre los que se encontraban, como sabido es, la propia Francia, Italia y España. Pues bien; el matrimonio por conveniencia entre Amalarico y la princesa Clotilde, no sólo fracasó en su intento de unir a dos dinastías extranjeras, entre las que había existido un odio visceral y permanente, sino que fue motivo de ruptura encarniza­da, dado que Amalarico -arriano de creencias, que había transigi­do con los católicos hispanorromanos en el terreno de la política- se mostró brutalmente intransigente con Clotilde, su mujer, ferviente católica, quien en modo alguno y aun a costa de su vida, quiso aceptar las ofertas heréticas de su marido ni ceder ante sus crueles presiones. Según el relato de un cronista de aquel tiempo llamado Gregorio de Tours, la princesa, como prueba evidente del mal trato que venía recibiendo de su esposo y rey, envió a su hermano Childeber­to en cierta ocasión un pañuelo empapado con su propia sangre, lo que fue bastante para que el rey de los francos, al saber la noticia y sospechar de su significado, acudiera inmediata­mente a vengar a su hermana, como así fue, venciendo al cruel Amalarico cerca de Narbona. El rey visigodo, derrotado y perseguido, huyó lo más lejos que le fue posible, pero no le sirvió de nada, pues fue capturado y asesinado en Barcelona el año 531.

            Se dijo que alguno de aquellos enfrentamientos habidos entre los esposos, en los que siempre salía perjudicada la parte más débil, trajo como consecuencia fatal el destierro de Clotilde.  Amalarico ordenó que la dejasen sola y abandonada en unos bosques perdidos -sin otra compañía que las fieras y las alimañas- que por entonces ocupaban las tierras próximas al río Guadiela, en lo que ahora son los campos colindantes con el pueblo de Córcoles, en la Alcarria. Su esposo el rey, a falta de otros argumen­tos, dado el cúmulo de virtudes que a lo largo de toda la vida adornaron a su mujer, se le ocurrió acusarla de adulterio, a sabiendas de que nadie podría defenderla con pruebas convincentes, y sí en cambio, alimentar la calumnia con testigos falsos pagados por él. Y allí la dejó, sin otro amparo que el sobrenatural merecimiento de su impecable condición de mujer honesta que, desde luego, no le faltó en aquella larga temporada de prueba.

            La curiosa leyenda de la reina Clotilde la refieren algunos autores de la antigüedad y ha venido prevaleciendo, aunque un poco olvidada, entre las gentes de la Alcarria.

            Dejamos a la infeliz protagonista de nuestra historia dónde y como la tradición nos la presenta: desnuda y atada a un árbol a la espera de que el frío, el hambre, la desesperación o las garras de las fieras, acabasen con su vida a poco tardar. Mas no fue así, sino más bien todo lo contrario al infame proyecto de su esposo el rey. Las alimañas y los animales salvajes de la comarca se encargarían de soltarle las ataduras, de proporcionarle alimentos y de regalarle vestido con la piel de otros depredadores muertos. Se encargarían así mismo de su seguridad en tanto que la luz se hiciera ver, y la justicia y la verdad resplandeciesen sobre el horror y la calumnia. Y resplandecieron; y los ejércitos franceses de su hermano en armas derrotaron al cruel Amalarico y le dieron muerte, como ya se ha dicho, por la intercesión de la Madre de Dios a la que ella había invocado en tan penoso trance y de la que era gran devota.

            Se ha dicho que la Virgen le pidió que se edificase en aquel mismo lugar una ermita o pequeño santuario en su memoria para conmemorar el portento. Y se construyó la ermita, y allí acudían con frecuencia enfermos afectos de rabia, de melancolía y de mal de corazón, que se iban viendo curados según su propia fe en aquella primera ermita a la que ya por entonces comenzaron a llamarle de Monsalud. Fue una primera ermita, sí, porque algunos siglos más tarde, y con el apoyo del rey castellano Alfonso VIII, lo que en aquel mismo lugar se erigió fue un formidable monasterio cisterciense, que muy pronto se llegaría a convertir, tal vez por la impactante impresión de la leyenda, o quizás por la misma fastuosidad del edificio, en sitio habitual de peregrinaciones y de romerías, famoso en aquellas tierras y por otras más alejadas de la comarca en las que cundió la fuerza sobrenatural del ya viejo suceso.


El monasterio

            El monasterio de Monsalud es hoy uno de los grandes hitos del pasado histórico y religioso de las tierras de Guadalajara. Es muy probable que fuese la leyenda de la reina Clotilde el origen de todo cuanto se hizo y se levantó en torno a aquel lugar. Dentro de sus muros deseó el rey Alfonso que se retirasen a descansar y a mentalizarse en espíritu de victoria, perdido casi por completo después de los desastres de Alarcos, la cabecera de la Orden de Calatrava antes de emprender la marcha hacia Las Navas de Tolosa, donde el rey de Castilla se apuntaría una de las mejores bazas que durante la Reconquista se ganaron al invasor musulmán.

            El monasterio de Monsalud, desde su fundación hasta el siglo XIX en el que fue obligado a atenerse a la ley de Desamortización, a sus órdenes y consecuencias, estuvo habitado por los monjes de San Bernanrdo, de los que pasado el tiempo prevalece viva huella sobre la piedra conventual en formas y en imágenes. Si bien su inicio se llevó a cabo hacia el último tercio del siglo XII, se fue completando hasta su conclusión en siglos posteriores, por lo que en lo que todavía queda de él se puedan comprobar formas románicas, ojivales, clasicistas, y sobre todo el recuerdo latente del espíritu monástico que se advierte dentro de sus muros. 

            La mano bienhechora del restaurador llegó últimamente a poner en orden, dentro de lo que ha sido posible, las viejas piedras de Monsalud. Por lo menos se ha conseguido que no fuera cundiendo el deterioro. Las gentes acuden por allí de tarde en tarde buscando las formas románicas de las arcadas y de los capiteles, la severa tranquilidad de los claustros, la solemne crucería de sus bóvedas... Pocos, muy pocos van hacia más allá en el tiempo, aunque la fuerza de la leyenda continúa moviéndose por encima de las ruinas cistercienses de Monsalud.

            La reina Clotilde es desde hace siglos una de las santas de la Iglesia. Ignoro si el sonado milagro de su liberación y custodia por los osos, frecuentes en aquellos tiempos por los campos y serrezuelas de la provincia, los lobos feroces y los zorros de la Alcarria contó a la hora del proceso. En todo caso ahí está. “Si non e vero, e ben trobato” Si no es verdad, es bonito. Cosas más difíciles se han visto en tiempos pasados que incluso la Historia suele avalar. En esta tarde tibia, de uno de los últimos atardeceres del me de octubre, las piedras de Monsalud se doran con el sol poniente. Por las veguillas de la Hoya del Infantado el mundo vive en paz, es todo silencio.

(En la fotografía: detalle interior del monasterio de Monsalud en la actualidad)

lunes, 24 de octubre de 2011

UN PASEO POR LA CUENCA ANTIGUA (Continuación)


            Justamente detrás, en el espacio que hay entre esta pina subida y el angosto callejón de los Artículos, está la añosa iglesia de San Andrés, castigada cuando la Guerra Civil, pero que todavía tiene para ofrecer, pese a su extrema pobreza, una hermosa portada de principios del XVIII, donde lo barroco se mezcla con lo neoclásico en una combinación sencillamente admira­ble. Alguien pensó en dedicar esta iglesia de San Andrés a museo de la Semana Santa conquense.

            No lejos de donde ahora estamos ‑la primera de ellas en la confluencia de la calle Andrés de Cabrera con Alfonso VIII, y la segunda en el callejón que lleva su mismo nombre‑ nos interesan todavía las iglesias de San Felipe y de San Gil. Al templo de San Felipe Neri se sube por unos escalones con barbacana. Atendieron esta iglesia después de la Guerra Civil los padres Oblatos, hasta algunos años más tarde que abandona­ron la ciudad. Fue construida hacia el año 1739 a expensas de don Alvaro Carvajal y Lancaster, quien para ello se dice que hubo de vender hasta los colgantes de su cama. Se sabe que en su tesoro artístico contó con pinturas de Alonso Cano y alguna talla de Salzillo. Ahora, restaurada y co­queta, la iglesia de San Felipe recuerda en su interior aquellos flamantes salones palaciegos del arte rococó. 

            La que fue parroquia de San Gil Abad está situada según descendemos por la calle de Caballeros. Nos anuncia su empla­za­miento la cancela por la que se entre a un jardín semiaban­donado. La cancela de San Gil tiene la forma de un arco de triunfo, le­vantada con buen sillar allá por los años finales del siglo XVII. La torre de la parroquia y la que debió ser su bella portada sobreviven malamente a los azotes del tiempo y del desinterés.

            Es casi todo aún lo que nos falta por ver de esta Cuenca empinada que sube hasta la catedral. Vamos a recrearnos en la recia y castellana estampa de la calle de Alfonso VIII, te­niendo muy en cuenta que las casas de cuatro y de cinco plan­tas que aquí vemos, andan medio suspendidas en su parte trase­ra sobre la Hoz del Huécar. Se trata de uno de los ejemplos claros de arquitectu­ra vertical que distingue a esta ciudad de cualquier otra del mundo. La calle de Alfonso VIII termina en la Anteplaza, bajo los arcos del Ayuntamiento que dan paso a la Plaza Mayor.

            Sin entrar por el momento en la Plaza Mayor, lo que ya se hará a su debido tiempo, vamos a dedicar unos minutos a reco­rrer la plazoleta de la Merced, o del Seminario, y a contem­plar in situ el segundo de los símbolos que tiene la ciudad ‑el primero son las Casas Colgadas‑, es decir, la torre de Mangana.

            Al Seminario Conciliar de San Julián, se llega por un es­trecho callejón en cuesta que queda al respaldo de la Antepla­za. La portada barroca del Seminario, exquisita en ornato, compite con su vecina de la Merced, si bien en ésta las formas propias del arte barroco se ven menos acentuadas. Parece ser que, antes de que los monjes mercedarios abandonasen Cuenca en el pasado siglo, hubo en este convento de su Orden lienzos del Veronés, de Morales, de Mengs, y algunos más atribuidos a Goya. La iglesia de la Merced se construyó hacia el año 1684, sobre el mismo solar en que antes estuvo el palacio familiar de los Hurtado de Mendoza. De su pasada grandeza permanece para la posteridad el magnífico rincón de la plazuela de la Merced, uno de los más completos e interesantes de la capital.

            La torre de Mangana surge como fondo a la calle que dicen del Canónigo Ayala, lateral al edificio del Seminario. Parece haber constancia de que sobre sus almenas llegó a tener una máquina lanzapiedras, o fundíbulo, para defender desde la altura los accesos a Cuenca. Se trata de un esbelto torreón de piedra que domina desde su explanada a la ciudad entera. Antiguamente, al tañido de la campana de esta torre, se ponía en sobreaviso a los conquenses ante cualquier eventualidad o peligro; luego se le colocó un reloj que va cantado, de día y de noche, las horas amables y las menos gratas de la vida de Cuenca. Como detalle perdurable del antiguo alcázar árabe, su origen es bastante im­preciso. Se ha modificado su estructura en alguna ocasión y, desde luego, su color varias veces. Desde la explanada de Mangana se divisan impresionantes vistas de los distintos barrios y de los alrededores de la capital.

            Terminaremos este apretado recorrido por la "Cuenca en puntillas" asomándonos, a través de una puerta en ojiva que hay en la Anteplaza, a la Bajada a San Miguel, dando vistas a la Hoz del Júcar. A esta escalinata se llamó en principio Cuesta de la Merced, nombre que el tiempo fue borrando capri­chosamente, y cambiando por el que ahora tiene, es decir, Bajada a San Miguel,  precisamente porque a su través se accede hasta la iglesia, romá­nica en origen, dedicada al arcángel. En este templo de extramu­ros recibieron sepultura los famosos orfebres conquenses de la familia Becerril, y se han dado en repetidas ocasiones varios de los conciertos de la Semana Internacional de Música Religiosa. el conjunto de viviendas que dan con sus espaldas en este rincón de la ciudad alta, viene a ser, como en otros vericue­tos conquen­ses, un desafío a las leyes más elementales del equili­brio, un grito de conquista sobre algo que en buena lógica resul­taría increí­ble.

(En la fotografía: El Júcar desde el Puente de San Antón. Al fondo el Seminario Mayor y la torre de Mangana)

jueves, 20 de octubre de 2011

CALLES DE PASTRANA

    
        Señora y bien señora lo es de todas las Alcarrias. Pastrana. La Villa de los Duques. La que se introdujo en las páginas de la Historia impulsada por dos nombres de mujer: Ana y Teresa. Todavía recuerdo a Pastrana, caminando por aquella encrucijada de calles cuestudas en cualquiera de sus barrios, eran aquellos tiempos, antiguos como ella, en los que se vieron envueltos dentro del complicado juego de la vida diaria, hombres y mujeres de las más distintas procedencias, de diferentes credos, de razas dispares, todos ellos comprometidos en una misma empresa: la de embellecer la villa al amparo de sus señores duques.
            Ana y Teresa. Ana la de Mendoza, la de Éboli, un carácter de bronce irresistible; una mujer que había nacido para sembrar la discordia por donde pisaran sus pies, y, sobre todo, había nacido para sufrir, para ser víctima de las circunstancias, de sus propias circunstancias, desde que fue niña.. Y Teresa de Jesús, Teresa la Grande, demasiada Teresa para haber nacido mujer y para ser santa, maestra de espiritualidad donde las haya habido, insigne doctora de la Iglesia, renovadora eficiente de la Orden del Carmelo, “fémina inquieta y andariega”, y mujer de dios sobre todas las cosas.
            La sombra de estas dos damas, a las que la casualidad quiso poner frente a frente, precisamente aquí, se mece de día y de noche sobre Pastrana como latido de su viejo corazón de Señora de la Alcarria.

            Hay que descubrirse, amigo lector, antes de entrar en Pastrana. A la Villa Ducal conviene acercarse con el corazón repleto de buenos propósitos y con el alma limpia de toda perversa inclinación. Pastrana es una ciudadela que tiene la virtud de enamorar a quienes a ella se acercan con el ánimo libre de prejuicios. Los romanos la llamaron Palaterna allá por tiempos del Imperio, y Paterniana después. Durante los cuatro o cinco primeros siglos de nuestra era, Pastrana debió de ser una ciudad distinguida, de la que quiere la tradición que fuese San Avero su primer obispo allá por los años medios del siglo quinto.
            Un largo silencio en el correr del tiempo nos pone en 1174, año en el que el rey Alfonso VIII de Castilla dona a la Orden de Calatrava el castillo de Zorita, y con él todas sus tierras y sus caseríos anejos, entre los que se contaba Pastrana. Algunos siglos mas tarde el emperador Carlos I la vendió a doña Ana de la Cerda, viuda a la sazón de don Diego de Mendoza, conde de Melito, con lo que comenzaría a resplandecer para tiempos venideros por aquellos lares una nueva estrella de la constelación Mendocina. En el año 1569, una nieta de su compradora, doña ana de Mendoza y de la Cerda, “Princesa de Éboli”, y su esposo Ruy Gómez de Silva, consiguieron del rey Felipe II el título de Duques de Pastrana, lo que les dio la oportunidad de emprender de inmediato la urbanización y el embellecimiento de la villa sin reparar en gastos, para lo que les fue necesario buscar donde los hubiere a los más diestros peritos en el arte de la ornamentación y del tejido, mozárabes en su mayoría, que se fueron estableciendo en el barrio morisco del Albaicín.

            La costosa puesta en pie del palacio de los duques es una muestra palpable del gusto exquisito, a la vez que del poder económico, de sus primeros duques, y muy en especial de doña ana de Mendoza, la Princesa, mujer de complicado carácter a la que el tiempo se encargó de acrecentar sus ya abultados defectos y de juzgar con injustificable parcialidad. El arzobispo Fray Pedro González de Mendoza, hijo de los Príncipes de Éboli, emprendió allá por los albores del siglo XVII la ampliación de la actual Colegiata, con el doble fin de convertirla en un templo digno dedicado al culto, y en panteón familiar para él y para sus padres, a los que amó y admiró con reverencia.

Los tres barrios de Pastrana
            Por cualquiera de las calles de Pastrana se respiran al pasar los viejos aires de la España del Renacimiento. “Pastrana recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo, y algunas veces, a Santiago de Compostela”, dejó escrito como primera impresión de la villa en su primer viaje por la Alcarria C.J.Cela.
            Son tres, contados y diferentes, los barrios los barrios que recuerdan al visitante la vida española en la Castilla del siglo XVI, tal como fue o como nosotros nos la imaginamos: Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que tiene como culmen la voluminosa fábrica de la Colegiata.
            En el barrio de Palacio queda abierta, mirando a todos los soles de la Alcarria, la Plaza de la Hora, con sólo tres caras y una potente barbacana que da vista hacia la vega del Arlés. El nombre de esta señorial plaza, le viene dado por haber sido una hora cada día el tiempo que a la desdichada Princesa de Éboli se le permitía contemplar el mundo desde la famosa reja que todavía existe; y así durante largos años de prisión en su propio palacio, que hubo de cumplir por expreso mandato del rey Felipe II hasta el día de su muerte. Del barrio de Palacio sale bajo arco la Calle Mayor hasta la plazuela de la Colegiata.
            El Albaicín, como antes se ha dicho y es fácil adivinar por su nombre, es el barrio morisco, el barrio en el que residieron los granadinos acarreados por los primeros duques para instalar en la villa la industria de la seda. Fue el barrio de los tejedores y de los artesanos, cuyo producto, hasta bien entrado el siglo XVIII, gozó de justa estima en los mercados de toda la península y de ultramar. No faltan quienes aseguran que “Las Hilanderas” de Velázquez representan un telar del viejo bario morisco de Pastrana.
            El Albaicín se encuentra al noreste de villa, separado del resto de la población por la carretera que baja hacia la vega. Al volver de una curva, con su galana estampa de piedra sillar mirando al saliente, se encuentra la recia mansión, dos veces centenaria, de Moratín. El autor de la “Comedia nueva” pasó largas temporadas en Pastrana. Su abuela paterna, doña Inés González Cordón, dama bellísima, hija de modestos labradores, era natural de Pastrana. Se dice que don Leandro Fernández de Moratín escribió en su casa de la Alcarria “La Mojigata” y una buena parte de “El sí de las niñas”.
            En el barrio de San Francisco destaca como edificio principal el de la iglesia Colegiata. Es el barrio con más sabor a siglos que tiene la villa. Muy cerca de la plazuela de la Iglesia y del Ayuntamiento está la Plaza de los Cuatro Caños, nombre que le presta su fuente en forma de copa estriada de la que penden cuatro chorros sobre un pilón octogonal de piedra labrada. Hasta hace muy poco se creyó que la fuente de los Cuatro Caños era obra dieciochesca, pero en la reciente restauración se ha descubierto, y así queda a la vista de todos inscrita sobre la piedra del pilón, la de 1588 como año de su construcción, lo cual viene a despejar al respecto todas las dudas. Cuenta la tradición que en una de las más antiguas viviendas –ahora restaurada- de esta típica plaza, habitó durante algún tiempo la reina doña Berenguela de Castilla, madre del rey Fernando III el Santo.
            Y a partir de aquí callejones perdidos en cuesta, aleros envejecidos que casi se tocan, dejando entre su oscuro maderaje un simple firlacho de luz por el se cuela el cielo azul de la Alcarria, sin permitir siquiera que el sol llegue a besar las piedras del pavimento. Esquinas con la señal acaso de candilejas que alumbraron, en las noches de lejanas centurias, alguna cruz de palo o el nicho sombrío donde los antiguos colocaron a devoción, como protector de sus vidas y de sus hogares, la imagen de algún bienaventurado. En la Calle de la Palma luce su portada de dovelas la Casa de la Inquisición, con escudo incluido; y en la del Heruelo la Casa de los Canónigos, y a cuatro pasos de allí la del Dean, mientras que el Callejón del Toro llega en vertiente hasta la Plaza de la Hora.
            Por todas partes, aunque la villa poco a poco va cambiando de aspecto, la presencia viva de otros siglos, hecha recuerdo en casonas anónimas y en conventos donde el tiempo, desde los años de su pasado esplendor, parece haberse detenido para siempre.

Los monumentos
            Es ahí, en sus monumentos, donde se manifiesta de manera más real el poso de las glorias pasadas. El Palacio Ducal, ahora restaurado y para tantos desconocido; la Iglesia Colegiata, con su famosa colección de tapices flamencos -la más importante del mundo en estilo y época-, y la cripta enterramiento de varios de sus duques; el Convento Franciscano, antes de Carmelitas, fundado por Santa Teresa, dedicado hoy a menesteres bien distintos, quedan ahí para hablar de ellos en otra previsible ocasión. En ésta es el alma silente de Pastrana, sus calles y sus rincones más característicos, los que nos han entretenido el tiempo y el espacio del que disponemos.            

sábado, 15 de octubre de 2011

UN PASEO POR LA CUENCA ANTIGUA



Un paseo a pie, naturalmente. En Cuenca, debido a la enorme cantidad de motivos que así lo requieren y a la curiosa configuración de sus más pintorescos rincones, no es aconsejable caminar de otro modo.

Como es de pura lógica el suponer que nuestro imaginario compañero de viaje que visita Cuenca por primera vez pudiera estar situado en medio del tráfico ciudadano de Carretería, es decir, perdido en la calle de las tiendas sin saber qué hacer ni hacia adonde dirigirse, yo le aconsejaría que siguiese por cualquiera de las dos calles la de Gil de Albornoz o la de Alonso Chirino que le llevarán en seguida hasta el Parque de San Julián. Se trata de un amable rinconcito de recreo al aire libre; un rectángulo geométricamente perfecto, distribuido en umbrosos paseos con una ancha plazuela central que acoge en su justo medio un templete para las actuaciones veraniegas de la banda de música. El Parque de San Julián, con sus cómodos bancos y sus fuentes de agua primeriza, fue y sigue siendo el lugar de descanso al que han acudido, durante muchas genera¬ciones, los más ancianos y los más tiernos de los habitantes que tuvo y que ahora tiene la ciudad.

Con sólo atravesar un estrecho pasadizo, que queda disimulado a la altura del ángulo izquierdo al otro lado del parque, se llega a la calle de Los Tintes, sin duda, una de las más características y sugerentes que tiene Cuenca. Como ya anuncia su nombre, en esta calle estuvieron instalados, durante los siglos XVI y posteriores, los talleres de tintorería de la ciudad, en donde se daba color cada año a cientos de miles de toneladas de lana, con destino a los tapices que por aquellos tiempos hicieron famosa a la indus¬tria conquense en esta especialidad. Resultaban admirables los tonos amarillos y ocres, conseguidos a base de azafrán y de otras plantas teñidoras que solían darse en las vegas del río Moscas. Entre las casas y los sauces de la calle de Los Tintes baja desde la Puerta de Valencia, arrastrando a menudo sobre el cemento su escaso caudal, el río Huécar. Por un puente escalonado que cruza sobre el río, abocamos por debajo de las casas a la recoleta Plaza de las Escuelas, o del Cardenal Payá. A nuestra derecha vemos cómo se dan la mano los tejados de la calle de La Moneda, mientras que a nuestra izquierda nos espera, no lejos, la que en otro tiempo fuera casa del Pósito Real, más conocida por El Almudí, obra representativa del renacimiento conquense, sobre cuya arcada en suave sillería almohadillada, se luce en antiguos mediorrelieves el escudo de la ciudad.

Con marcada inclinación desde estos inicios de la escalada por la ciudad, damos ahora con la calle de la Esperanza, donde se encuentra la fachada principal del convento de monjas Benedictinas Benitas, las llaman los conquenses bajo la advocación de Nuestra Señora de la Contemplación. Más arriba queda, detrás de una verja, un rincón con espadaña que se corresponde con el del antiguo Hospital de Todos los Santos.

Al lado mismo, ya casi en la Plazuela del Salvador, aparece, recia y severa, enmarcada por jambas y dintel de buena sillería, la portada de la casa curato de la parroquia del Salvador, sobre la que pervive el elegante escudo en piedra de los Valdés, familia conquense de la que salieron dos de las más destacadas celebridades del humanismo español en el mundo de las letras y del pensamiento: Juan y Alfonso de Valdés, el primero de ellos autor del famoso "Diálogo de las Lenguas".

Llegamos, pues, a la parroquia del Salvador. Antes que la ciudad se extendiese por la zona baja, fue la del Salvador la principal parroquia que tuvo Cuenca, aparte de la Catedral, naturalmente. La portada, según sacamos en consecuencia a primera vista, data de los tiempos de transición entre el arte del Renacimiento y el Barroco; cierra en doble hoja recubierta y se adorna en fortísimos herrajes y clavetería trabajados en las ya desaparecidas fraguas de Cuenca. Sobre el conjunto parroquial, y sobre todo el barrio, destaca su curiosa torre de campanario apuntado, fuera de todo estilo, con tres cuerpos, siendo el segundo de ellos el que muestra en cada cara elegantes ventanales con parteluz, mientras que el chapitel señala al cielo elevando en la cúspide una artística cruz de hierro. En el interior de la iglesia hay una sola nave con siete capillas laterales; en algunas de estas capillas se guardan durante todo el año varias de las imágenes procesionales de la Semana Santa. El retablo mayor, de clara intención renacentista, es todo un monumento en proporciones y en interés; seis enormes columnas estriadas con capiteles corintios delimitan las diferentes hornacinas en donde se muestran buenas tallas de evangelistas, de santos mártires y de confesores de la fe.

Si dejando atrás la iglesia del Salvador, subimos pegados a las verjas del jardín por la calle Solera, acabaremos al pie mismo de un rincón la mar de original; se trata de la calleja escalonada que llaman de la Madre de Dios, descubierta hace tan sólo tres o cuatro décadas. Es preciso subir hasta el último peldaño para sentir en los ojos, en el corazón y también en las piernas, el gozo y la tragedia de la "ciudad en volandas" de la que habló don Federico Muelas, el poeta de Cuenca. Como ofrenda final, ahí queda, estática encima de su peana esquinada, la bella imagen en piedra de la Madre de Dios que, allá por los años cincuenta, sacó de su cantera el escultor conquense Fausto Culebras. (Seguiremos otro día)

(En la fotografía, "El río Huécar por la Puerta de Valencia")



jueves, 6 de octubre de 2011

LA UNIVERSIDAD DE SIGÜENZA

La ciudad de Sigüenza con una de las universidades más prestigiosas y más conocidas del siglo XVIII. Tuvo como predecesor aquel importante centro cultural al antiguo Colegio Jerónimo de San Antonio de Portacoeli, sito en los arrabales de la ciudad al otro lado del río, y que había sido fundado en el año 1746 por el canónigo y arcediano de Almazán don Juan López Medina.

Fue instituida como Universidad en 1489, mediante bula otorgada por el Papa Inocencio VIII a petición del Cardenal don Pedro González de Mendoza, en abril de aquel mismo año. En ella se concedieron los grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor, primero en Artes, Teología y Cánones, y más tarde también en Filosofía y Lógica. Ya a mediados del siglo XVI (año 1551) se crearon las facultades de Derecho Civil y Canónico, así como la de Medicina. Fueron notables durante aquellos años algunos profesores de la Universidad Seguntina, tales como el propio Fray José de Sigüenza, Pedro Ciruelo que enseñó Filosofía, Pedro Guerrero maestro en Teología, y Juan López de Vidania que fue el primer catedrático de Medicina que tuvo la Universidad.

Con el siglo XVII comenzó el retroceso en aquel prestigioso centro universitario. Se intentó cambiar el lugar de su emplaza¬miento (de extramuros al centro de la ciudad) como así se hizo; la calidad de la enseñanza comenzó a desmerecer y a quedarse anticuada; por falta de alumnos se hubieron de suprimir las facultades de Derecho y Medicina en 1771; se crearon nuevos colegios en su entorno (San Martín, San Felipe, San Bartolomé) que fueron asumiendo parte de las disciplinas que en ella se impartían; y así hasta la reforma de 1807 que acabó con ella. Años después, se intentó reavivar de nuevo la llama de sus recuerdos universitarios, volviendo a la apertura de algunas de las clases como un simple Colegio Mayor, para llegar a la clausura definitiva en el año 1837.

En memoria de aquella antigua condición de ciudad estudiantil, en nuestros días la Universidad de Alcalá ha constituido a Sigüenza como sede de sus famosos cursos de verano, que cada año se vienen desarrollando con gran éxito.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

EL ENCANTO DE LA CIUDAD DE CUENCA

Cuenca, agraciada por los encantos mil de las tierras en las que fue concebida, es una de las ciudades más bellas de España. Cuenca es diferente a las demás ciudades, un manjar exquisito que conviene paladear primero y después digerir con calma. Cuenca es uno más de los caprichos de la Naturaleza, que un buen día se empeñó en manifestarse coqueta, soberbia, gentil, y eligió como escenario para sus debilidades la lomera de voluminosos riscos que queda entre las hoces de los dos ríos serranos, el Júcar y el Huécar, como una nueva Mesopotamia asentada sobre las peñas y los farallones, sólo para alucinar al mundo con tanta maravilla. Después los hombres, los conquenses, ayudaron con el simple hecho de estar allí al milagro de Cuenca, para que más tarde, también los hombres, los conquenses y los que no lo son, ponerle freno de manera obstinada.

A Cuenca hay que cogerla en su momento. Cualquier hora es buena para llegar a cuenca; pero hay momentos óptimos en los que la ciudad se transfigura. Cuenca apasiona cuando cierra el mes de mayo, y todavía más en pleno otoño, cuando los álamos del Júcar se visten de amarillo real y el silencio de la piedra se mete en el alma de los que la miran.

Cuenca no es, en cambio, una ciudad encantada como muchos podrían pensar. No andan por sus calles pinas y por sus rincones encrespados y cargados de misterio los espíritus furtivos, que adormecen el aire y convierten en eternos los días y las horas. Cuenca es una ciudad como tú y como yo, de carne y hueso como todas las ciudades del mundo, pero con unos aditamentos muy suyos, a saber: el agua, la piedra y el viento, donde hunde su profunda raíz la leyenda y florece con facilidad el misterio; una ciudad sencillamente hermosa que tiene el privilegio de encantar sin estar encantada. Ortega y Gasset, impresionado de su cielo azul y de su estampa como ciudad apiñada entre dos vertientes, la llamó “Cogollo de España”; de “Nido de águilas” la encumbró Baroja, lo que ha contribuido a acrecentar todavía más el fervor de los conquenses a su tierra de origen. Como “Única” la consideran los que la viven y la ven a diario, y con apelativos en esa misma línea se suelen despedir de ella hasta su regreso los que la ven por primera vez.

Por diferente y variada, la ciudad jamás perdió el sentido de su aparición en el tiempo como ciudad histórica, rama tal vez privilegiada de un tronco común con el de otras ciudades de España: el de la castellanía. En Cuenca, a lo largo -y un poco también a lo ancho- de las dos vertientes abruptas sobre las que nació y fue creciendo, es donde la tierra deja por un instante de ser paniega y monótona, donde Castilla se eriza, se despereza, se solivianta voluptuosamente, se acicala con el traje talar de lo imposible, y alza sus manos de roca hasta tocar el cielo. Y lo toca, claro que lo toca. ¡Qué son si no las cúpulas y los cupulinos de los venerables conventos de las iglesias, que se yerguen por encima de los crestones de piedra, y los farallones que desde lo más alto de las hoces vigilan impasibles de día y de noche el correr de sus ríos, sino confusos reflejos de claridad teñidos de grana, celeste matiz de cada atardecer en los otoños de Cuenca?

El viajero que viene a cuenca por primera vez se queda envuelto entre los pesados pliegues de la desesperanza. Nunca deberá extrañarse si en algún momento se siente víctima de una sensación de insignificancia, de parecerle no ser lo que en realidad es, al pasar bajo las tremendas moles de la Majestad, de San Cristóbal, del Cerro del Socorro, que escoltan la ciudad y la liberan de los malignos vientos del norte; o en medio de aquel laberinto de costanillas estrechas, de las viejas portonas de sus iglesias y conventos, del rumor del agua al caer de sus fuentes callejeras, de gentes que vienen y van sin prestar atención al suelo que pisan, por las calles céntricas y más transitadas de la ciudad.

La historia de Cuenca conserva, como todo lo antiguo, sus primeros pilares voladizos, sin una base documental segura en la que apoyarse. Existen diferentes versiones donde elegir para buscar los orígenes de la ciudad. Unos dicen que fueron pueblos de la Celtiberia sus primeros pobladores; otros se esfuerzan por demostrar que fueron árabes los que hundieron los primeros cimientos en el barrio del Castillo y la llamaron Kunka; otros aseguran que la personalidad de su fundador o fundadores se desconoce, aunque no así el momento en el que se fundó, que fue el mismo día y a la misma hora que la ciudad de Roma; y otros, en fin, que como Ícaro se atreven a levantar sus alas de cera por los complicados caminos de la imaginación, sin miedo a ser derretidas por el sol, dicen que fue el propio Hércules su fundador, allá por los años, o siglos, -vaya usted a saber- inmediatamente anteriores a los de la Grecia clásica. De todas ellas, como es fácil suponer, la única teoría que ofrece ciertos visos de veracidad es la que atribuye el origen de la ciudad a los árabes; que se fundó, efectivamente, en los primeros llanos del cerro de San Cristóbal, hoy barrio del Castillo, y se fue extendiendo paso a paso, siglo a siglo, ladera abajo hasta lo que ahora es la Cuenca remansada y moderna. La Historia da como cierto el hecho de que la princesa Zaida, hija del rey moro Almutamid, prisionera, concubina, y mujer después del rey Alfonso VI de Castilla, contó con la ciudad de Cuenca como la parte más estimada de su dote.

El días 21 de septiembre del año 1177, cuando el rey castellano Alfonso VIII, después de ocho meses y medio de paciente espera, consiguió entrar en la ciudad y reconquistarla, e incorporarla a la corona de Castilla, dicen que tuvo de su parte como aliada a la Madre de Dios y con el apoyo efectivo del pastor Martín Alhaja, ángel bueno que le asistió puntual en otros momentos cruciales de su vida.

Cuenca alcanzó gran esplendor en tiempo de los Reyes Católicos. Sus talleres de tapices, de telas y de papel, gozaron de merecido prestigio en los mercados de toda la península; mientras que en los recién construidos palacetes de la ciudad alta, se iban instalando familias nobles y artistas de la talla de Jamete, el del famoso arco de la catedral, de los Becerril, de los Valdés o de los Hernando de Arenas.

A principio del siglo XIX la ciudad había caído de manera alarmante en importancia y en número de habitantes, hasta el punto de haberse visto expuesta a desaparecer frente a la artillería de Napoleón, situación límite que no se llegó a consumar y que salvó como pudo el obispo Falcón, si bien no fue posible evitar otros sonoros desastres de los que la ciudad no ha podido ni podrá recuperarse, tales como el saqueo del tesoro catedralicio y la demolición, hasta convertirla en ruina, de su antigua fortaleza.

Debido a otros factores no ajenos a la propia Cuenca, como pudieran ser sus incomparables bellezas naturales, o el empeño tenaz por darla a conocer de muchos conquenses, contando siempre con los escasos medios de que dispusieron, la ciudad ha ido levantando cabeza durante las últimas décadas, después de un par de siglos de abandono total, de penurias y de olvido.

(En la fotografía, el Parque de San Julián)

martes, 20 de septiembre de 2011

TRILLO, LA DEL ETERNO RUMOR

            La casualidad ha querido privar a Trillo del amable don del silencio mientras que el mundo exista. Las noches de Tri­llo, por obra y gracia de las aguas saltarinas de la chorre­ra, son noches rumorosas, noches de provocadora calma que invitan al adormeci­miento. En tanto que la Alcarria toda se ocupa durante las largas noches a soñar en silencio, Trillo se arropa en un sórdido estré­pito de aguas via­jeras que se descuel­gan violen­tas por las super­ficie vertical de la roca, producien­do al caer un murmullo que el tiempo hizo consustancial con la propia exi­stencia del pueblo. Uno da por seguro que sin el rumor de las aguas que lo arrullan y lo revi­talizan, Trillo hubiera dejado de ser lo que es.
    
        Hoy he tomado de buena ma­ñana, y con no menos ilusión que otras veces, el camino de Tri­llo. No es precisamente ésta en la que ahora voy la hora de la Alcarria, sino la del atarde­cer, cuando todo en su ruda piel re­zuma una vitalidad y una belleza indefinibles. La Alcarria, bajo mi punto de vista, se hizo para sufrirla en las horas fuertes de sol y de calina en los estíos, y para gozarla cuando el sol toma las de Villadiego sobre la cima del último teso del ponien­te.
            Sin que el fin primero del viaje se lo permita, uno siente deseos al pasar de detenerse en Cifuentes, de volver a encontrar tantas cosas y tantas impresio­nes que bien sabe se guardan allí; de pararse en Gárgoles, donde uno conserva sus buenas amistades que a veces le invitan con la mejor intención a visitar las cuevas, sin que sea posible cumplir con el compro­miso de aceptar. El río Cifuentes, a campo abierto, es en realidad el verdadero protagonista de estas tierras; como lo son por su par­te las Tetas de Viana las dueñas y señoras de toda panorámica visual, de toda estampa alcarre­ña que se precie de serlo. Ahora tenemos frente a nosotros las Tetas de Viana recortando el horizonte. El río Cifuentes ape­nas lleva agua. Como sabido es, el río Cifuentes nace en la Fue­nte de la Balsa, al pie mismo del viejo castillo cifonti­no, se estira a lo largo de diez o de doce kilómetros por ambos Gárgo­les y al final, luego de haber dado vida a las tierras llanas por las que transcurre, se pre­cipita en la sombría barranquera de Trillo, antes de incorporarse total y definitivamente al cauce del Tajo.
            Los pescadores de caña, los pacientes y más que sufridos pescadores de caña, dejan correr el tiempo a la sombra del puen­te, esperando que el espinoso barbo o la boga veloz tengan la bondad de tirar del hilo. Por encima del pueblo, más o menos sobre la informe silueta de las casas de poniente que se alinean al otro lado del río, escupen mansas su enorme bocanada de humo blanco las torres gemelas de la central nu­clear.

            Trillo, tanto el pueblo por sí mismo como por sus alrededo­res, fue durante los últimos siglos una de las villas más sonoras y más conocidas de toda la Alcarria. Todo a raíz de sus famosos Baños de Carlos III -pues se establecieron en el rei­nado de aquel monarca Borbón-, de los que ahora más bien queda el nombre que el recuerdo; pero no siempre fue así, pues queda constancia escrita, tanto en retazos literarios de aquella época como en documentos dignos de toda fiabilidad, que una vez realizadas las últimas obras de adaptación y acondicionamiento, podían acoger a lo largo del año a 850 personas bien acomodadas, a 250 militares y a 350 pobres de solemnidad, computando el gasto medio de unos con otros en 320 reales por persona. Según dice don Pascual Madoz en su "Diccionario Geográfico Históri­co", compuesto hacia el año 1848, «las aguas de estos baños contienen gas oxígeno y azoe, hidroclorato de cal é hidrosul­fato de la misma base, hidroclo­rato de sosa, hidroclorato de magnesia, sulfato de cal, ácido hidro-sulfúrico, ácido carbóni­co, carbona­to de hierro y azu­fre; convie­nen en todas las en­fermedades cutáneas, reumas cró­nicos, dolores artríticos y go­tosos, cólicos nerviosos y otras varias enfermeda­des».
            De la famosa fábrica de hilar estambres que los señores de Reig tuvieron instalada en las márgenes del Tajo, se llegó a decir y como tal aún consta, que «en este estableci­miento se hallan reunidas cuantas máquinas ha inventado el hombre para cen­tuplicar las fuerzas, ahorrar brazos y anticipar­se, si puede decirse así, a la velocidad del tiempo», pues sus propietarios, parece ser, no perdonaron medios para ponerla al nivel de las más sobresalien­tes de Europa.
            Nada queda hoy de todo aqu­ello, como ya se ha dicho; y muy poco, salvo una pobre muestra de la tallada piedra medie­val que no quisieron llevarse, del mo­nasterio cisterciense de Santa María de Óvila, una penosa his­toria harto sabida, de cuya de­saparición la Alcarria todavía se lamenta.
            En este tiempo nuestro es la central nuclear la nota que distingue a las tierras de Tri­llo. Uno guarda para sí el deseo de opinar sobre la conveniencia o no de la misma. Los tiempos son otros, y otras son también las necesidades y el moderno sentido de la equidad y de la justicia. A distancia, quienes viajan por aquellos alrededores pueden ver la masa blanquecina que arrojan por su boca de crá­ter sobre los cielos limpios de la Alcarria las torres de la central nuclear, también dos, e iguales como las Tetas de Viana, a las que les han venido a caer de vecinas por contrapunto.

            Las aguas del río Tajo pa­sean tranquilas entre una hilera de chopos por los bajos de la villa. Con baños reales y sin ellos, con sanatorio y sin él, con torres humeantes y lo mismo si no las tuviere, Trillo es para quien lo conoce uno de los pueblos más bellos y saludables de toda la Alcarria, dema­siado bello y dema­siado saludable qui­zá. Un canto rumoroso al agua y a la luz, a la sombra y al si­lencio; prerrogativas que le llegaron por simple derecho de creación y que nadie, por muchas vueltas que el mundo se empeñe en dar, podrá arrebatarle.

domingo, 11 de septiembre de 2011

GALERÍA DE NOTABLES (VIII): DON ÁLVARO DE LUNA

Condestable de Castilla y Maestre de la Orden de Santiago. Hijo del Copero Mayor del rey Enrique III y de una mujer del pueblo que la historia reconoce con el sobre nombre de la Cañeta. Nació en Cañete (Cuenca) el año 1390 y murió decapitado en Valladolid el 2 de julio de 1453.

Desde muy joven vivió en la Corte. Su talento y el haber coincidido en ciertos gustos con el Juan II, rey desde su infancia, les unió en una gran confianza. Por comodidad, falta de carácter y condiciones para gobernar, el rey puso en manos de Álvaro de Luna las tareas del gobierno de Castilla en calidad de privado, pero que ejercería el poder como absoluto señor. Los nobles, molestos por el poder otorgado por Juan II a su privado, se conjuró contra don Álvaro de Luna y consiguió su separación de la Corte por destierro en dos ocasiones, siendo precisa su presencia como insustituible en el gobierno de Castilla. La lucha contra los Infantes de Aragón fue constante en defensa del rey y de sus derechos. Venció a los musulmanes en la conocida batalla de la Hombrihuela, cerca de Granada, y derrotó a los nobles sublevados en Olmedo.

Isabel de Portugal, la segunda esposa del rey, cuyo matrimonio había sido concertado por el propio Condestable, se tornaría después en su peor enemigo, pues fomento y favoreció la conspiración de los nobles contra él, logrando del rey la orden de prisión del favorito. Iniciado el proceso, y acusado de manera irrazonable de haberse apoderado de la voluntad del rey mediante brujerías y malas artes, fue condenado a muerte y ejecutado en la Plaza Mayor de Valladolid, ante una multitud de afines y seguidores que lloraron su muerte. Recibió sepultura en lugar indigno al considerarlo como un malhechor. Su familia consiguió dar una nueva visión de su imagen, siendo llevados sus restos posteriormente a la Capilla del Condestable de la catedral de Toledo, en donde reposan.

Es muy posible que el final de la Reconquista se hubiese adelantado en varias décadas, de haber corrido la suerte del Condestable de manera distinta. Juan II moría un año después acosado y tenso por la falta de su valido y por la presión continua ejercida por los nobles hacia su persona, que se verían sometidos más tarde por su hija Isabel de Castilla, casada como de todos es sabido con Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, matrimonio que entre otras muchos beneficios consiguieron para España el final de la Reconquista y la unidad nacional.

(En la fotografía: Estatua a don Álvaro de Luna en la plaza de Cañete, su villa natal)

jueves, 8 de septiembre de 2011

POR LA RUTA DE LOS GANCHEROS


La memorable novela de los gancheros, con la que el maestro José Luis Sampedro perpetuó la presencia de aquellos abnegados conductores de maderas río abajo, tomó como escenario en su primera parte las veguillas y los angostos de aquella sierra hacia la que ahora voy. Acabo de dejar a tras los límites de la Alcarria y muy pronto, apenas cruce Sacecorbo, entraré en los míticos parajes de la sierra del Alto Tajo, donde la Naturaleza se muestra todavía reina y señora de toda situación, mientras que el hombre se aplique en respetarla.
En “El río que nos lleva”, una de las mejores novelas del siglo XX, se habla con acierto de esta tierra, de sus escasas ventajas y de sus múltiples inconvenientes para el desarrollo normal de la vida del hombre. Todo es igual. La naturaleza, el campo, sigue siendo el mismo: el espesor de los bosques en las laderas, el rumor de la corriente en las orillas del río, el silencio y el orden natural en kilómetros y kilómetros a la redonda. Los pueblos son los que han cambiado mucho. De los pueblos hacia los que ahora voy se habla muy poco en la novela de Sampedro, pero estoy seguro de que cincuenta o sesenta años atrás, que es el tiempo en el que los gancheros se jugaban la vida a diario río abajo, serían muy diferentes a como ahora son.

Ya ha quedado atrás Sacecorbo. Desde allí la carretera se hace más estrecha, en buenas condiciones pero cada vez más complicada en curvas casi continuas y en costanillas a las que obliga la condición del terreno. A pesar de todo, compensa este pequeño inconveniente a cambio de lo que el paisaje pone delante de los ojos, y a la tranquilidad suprema del ambiente en contraste con lo que en la ciudad tenemos por costumbre. Creo recordar que no me he cruzado con vehículo alguno durante todo el trayecto. Conviene hacer una parada de vez en cuando para contemplar el fragor de los montes, las cimas inaccesibles de las peñas en las que anidan las aves de rapiña, el correr de las aguas jóvenes del Tajo por el fondo del barranco, a veces manso, a veces saltarín y rumoroso, que baja desde el Hundido creando su propio ecosistema que merece ser cuidado escrupulosamente, el del Alto Tajo que es Parque Natural.
Las sabinas, el roble, el quejigo, los pinos jóvenes a un lado y al otro de la carretera, todos con el capullo letal sobre las capotas de donde saldrán a cientos las procesionarias. ¡Pero es que no va a ser posible librar a nuestros bosques de esa plaga infernal! ¡Seguro que se hace lo posible por evitarlas! Sus consecuencias, a corto o a medio plazo, suelen ser las mismas que las del más voraz de los incendios.

Un cartel indicador anuncia como por sorpresa que hemos llegado a Ocentejo. El pueblo queda a mano izquierda, en un claro que dejan los montes al pie del histórico peñasco de su castillo del que nada queda, apenas el nombre, un poco de historia como pertenencia que fue de los Carrillo de Albornoz y testigo de horribles crímenes entre los miembros de aquella familia, cuyo legado hasta nosotros no va más allá de un trozo de lienzo sostenido sobre la insignificante plataforma del peñasco. Lo volaron los franceses de Napoleón, al mando del general Hugo, en el año 1810, en un intento fallido por atrapar a la Junta de Defensa de Guadalajara que durante algún tiempo tuvo a Ocentejo como sede.
Al margen de su pasado histórico, tan lejano en el tiempo, queda el Ocentejo de hoy, uno de los pueblos más saludables y mejor cuidados de toda aquella comarca. Pueblo chiquito, cortado como un poco a la medida de lo que fue su castillo; pero limpio, de casas nuevas, de calles magníficamente pavimentadas, con una plaza coquetona que preside al fondo el moderno edificio del ayuntamiento, de milimétrica simetría en su construcción y una galería corrida ante la primera planta que llega de parte a parte. El reloj municipal señala las once de la mañana. El toque de las horas se extiende sonoro por el pueblo y por el campo.
Como en el pueblo hay anchura suficiente, y sentido del gusto también en los ciudadanos que de quince años a hoy han conseguido convertir aquel viejo y decadente pueblecito serrano en un auténtico vergel, las casas nuevas o restauradas se acompañan de un huertecillo o jardín sobre cuyas verjas sobresalen las frondas de los laureles y de los olivos. Los bares de la plaza están cerrados. Es una mañana cualquiera en un día luminoso de finales de febrero. De la puerta de una casa pende un simpático cartel que anuncia al caminante que allí puede adquirir “miel del pueblo y nueces del pueblo”. La puerta de la posible tiendecilla también está cerrada. Cabe suponer que serán los cazadores, los pescadores, y los amantes de la naturaleza, los principales clientes de estos establecimientos que antes de salir vuelvo a ver en torno a la plaza.
Desde Ocentejo hasta Valtablado la carretera sigue la dirección del río por su margen derecha y muy desde la altura. El estado de la carretera es aún más deficiente, pero se viaja con relativa comodidad. Sería provechoso andarla a pie para poder gozar a nuestras anchas de lo abrupto del paisaje, deteniéndose ante los profundos barrancos y los cortes espectaculares por los que baja el río, a trechos escondido entre la maleza. A un lado y al otro las violentas laderas del pinar, hasta que al volver de una curva se divisa como por encanto en medio de un claro del bosque el pueblo de Valtablado.
Antes de subir, tengo por costumbre siempre que paso por allí detenerme unos instantes a la altura del puente sobre el Tajo, bajar hasta la corriente del agua, respirar el aire húmedo con olor a ribera, ver como los patos escapan asustados desde la epadaña en vuelo rápido, y pensar con la imaginación en volandas en las continuas dificultades que en otros tiempos hubieron de salvar los conductores de las maderadas por estos estrechos y corrientes para llevar a término su propósito.

Entro al pueblo junto a la iglesia recientemente restaurada. Calle adelante están el ayuntamiento y una fuente octogonal con monolito rematado en un bolón de piedra. A la puerta de su casa, sentado plácidamente al sol, echa una cabezadilla un hombre del pueblo. Se sorprende cuando le doy los buenos días. El hombre se llama Victorio, tiene setenta y un años, y ha sido juez del pueblo. El hombre se ofrece a acompañarme por las orillas, y a contarme lo que buenamente se le ocurre.
-El pueblo ha cambiado mucho desde la primera vez que pasé por aquí -le digo.
La verdad es que no parece el mismo.
-Sí; de unos años a esta parte se ha ido arreglando bastante. Casi todo el dinero lo sacamos de rastrillos y de loterías que hacemos. Nunca nos toca, pero siempre queda algo para gastarlo en hacer cosas.
Aunque diferente a Ocentejo, Valtablado del Río es otro de los pequeños paraísos escondidos entre los bosques. Lo saben muy bien las gentes de fuera, que, al reclamo del río y de la caza, mayor y menor, vienen a pasar temporadas en varias ocasiones a lo largo del año.
-Cuando bajan por el río con las canoas, eso es muy bonito.
Victorio me anuncia que, a pesar de la altura y de estar rodeado de montes, rara vez ven la nieve en el pueblo, y cuando cae, enseguida desaparece.
-Y en verano qué quiere que le diga; el pueblo se llena de gente. Yo creo que han cometido un error con no poner aquí algún buen restaurante, para que venga la gente y puedan disfrutar de esto, con el río tan cerca y un ambiente tan sano como tenemos.
Durante estos días de un invierno con vocación de primavera, Valtablado, con sus bosques espesos de pinar donde habitan el corzo y el jabalí, y merodean en las tardes claras los buitres de las peñas, su “río que nos lleva” a cuatro pasos, y su tranquilidad en grado sublime, invita a quedarse.
El regreso se puede hacer por Arbeteta adonde continua, sinuosa y complicada, la misma carretera que hemos traído desde Sacecorbo; tomando luego la Alcarria por Peralveche y Trillo, después de una gira por sierras de paisaje y de leyenda que en cualquier caso recomiendo.

(En la foto, puente sobre el Tajo en Valtablado del Río)