viernes, 25 de febrero de 2011

VILLAESCUSA, UN GLORIOSO PASADO


Es éste uno de los pueblos de la provincia de Cuenca que con más poderosas razones invita a visitarlo y a conocer su pasado. He leído muchas cosas -incluido el extraño artículo de Noel "Un carro en la calle de los Siete Obispos"- acerca de este interesante lugar de la Mancha, que cuenta en su haber con una nómina de hijos ilustres difícilmente superable, si se tiene en cuenta su relativa entidad de población (600 habitantes aproximadamente en la actualidad, y 1300 a mediados del siglo XIX, como únicos datos que poseo).
Su origen es antiquísimo; existe una vieja tradición por la que se asegura que su primer nombre fue el de Fuentebreñosa. En sus contornos se han hallado monedas fenicias y romanas, y no faltó quien dijo, y quedó escrito, que aquí estuvo la famosa Althea, el enclave más importante de los Olcades, que destruyó Aníbal por haber sido aliada de Sagunto. En tiempo de los visigodos ya existía como lugar habitado y conocido, así lo acredita una lápida hallada en la huerta del convento de Dominicos.
No obstante, más que por su previsible antigüedad e historia, Villaescusa de Haro es conocida porque en ella nacieron hasta doce obispos de la Iglesia, varios de ellos pertenecientes a una misma familia, la de los Ramírez, de los cuales siete al menos nacieron en una misma calle, la actual de San Pedro, más conocida por la Calle de los Obispos.
De estos eminentes varones, el más conocido de todos es don Diego Ramírez de Villaescusa, quien en la adolescencia obtuvo por oposición la cátedra de Retórica de la Universidad de Salamanca. Fue obispo de Astorga y de Málaga, donde mandó construir el palacio episcopal. Promovido al obispado de Cuenca, trató de fundar una universidad en su pueblo natal, intento que no llegó a colmo debido a que por aquellos mismos años el Cardenal Cisneros estaba construyendo la Universidad de Alcalá. Sí, en cambio, pudo fundar en Salamanca el Colegio Mayor de Cuenca, posiblemente el más importante de su tiempo y de siglos posteriores dentro de la universidad salmantina. Entre los libros que dejó escritos, tanto en latín como en castellano, figura una “Historia y vida de la Reina Católica doña Isabel”. Murió en Cuenca en el verano de 1537, siendo enterrado en la Capilla Mayor de la catedral.
Dentro de la iglesia de San Pedro, es obligado visitar la bellísima capilla de la Asunción, fundada por don Diego Ramírez de Villaescusa, y allí poder admirar el más bello de los retablos renacentistas conocidos, con valiosas escenas en relieve alusivas a la Vida de la Virgen.
Otros monumentos interesantes de Villaescusa son el palacio de los Ramírez, mandado edificar en el siglo XVII por don Gil Ramírez de Arellano; las ruinas del convento de Dominicos, del siglo XVI, levantado por mandato de don Sebastián Raírez de Fuenleal, obispo y presidente de la audiencia de México; la iglesia del convento de Justinianas, del siglo XVI, construido por don Antonio Ramírez de Haro, obispo de Segovia; y el palacio, en fin, de los Ramírez, situado junto a la iglesia, principios del siglo XVII.
Sin hacer referencia -sería imposible- a una parte mayor de esa nómina de hijos ilustres, sería imperdonable cerrar esta breve reseña sin dejar constancia de otro insigne local, don Luís Astrana Marín, polígrafo y eminente cervantista del pasado siglo, quien además tradujo varias de las obras de Shakespeare.
(En la fotografía: Retablo de la capilla de la Asunción en la iglesia de San Pedro)

viernes, 18 de febrero de 2011

POR LA RUTA DE LAS BATALLAS



Un bellísimo lienzo del pintor Alaux, adorna los salo­nes del Museo de Versalles con una escena bélica, triunfal, fogosamente expresi­va, de la batalla de Villavi­ciosa en tierras de la Alca­rria. En el cuadro aparecen montados sobre hermosos caba­llos el duque de Vendome y el nieto del rey francés don Feli­pe de Anjou, a partir de enton­ces Felipe V, primer rey de España por la Casa de Borbón. El campo, como en los más tre­mendos cuadros de don Francisco de Goya, se ve sembrado de ca­dáveres, y las maltrechas ban­deras de los vencedores alzan al viento las telas de sus pen­dones; el cielo se tiñe de to­nalidades oscuras, con algunos claros que enriquecen en su conjunto la artística concep­ción de la obra.
Hace algunas fechas anduve por allí. El suelo por los lla­nos de Villaviciosa es un de­sierto de paz, donde apenas se siente en estas mañanas de oto­ño el soplo frío del viento que baja de las lejanas sierras del norte. Persiste la amenaza del celaje como en el cuadro de Alaux, y el monumento que con­memora el hecho antepone su testa de granito en contrastada perspecti­va con el nubarrón en ciernes. Uno siente la debili­dad incontenible de tirar una fotografía que recoja la pací­fica escena del campo donde se dio la batalla, doscientos och­enta y cuatro años después, y ofrecerla luego a sus lectores, propósito que ahora se cumple.
Sólo en los libros de His­toria, después de tres siglos a punto de cumplirse, se recoge el dato de las batallas de Brihuega y Villavi­ciosa con más o menos exten­sión. El hecho supuso la derro­ta definitiva de las tropas del Archiduque Carlos de Austria, bajo la mano fuerte de su rival a cuya fuerza se unió sin con­diciones toda Castilla, forzan­do la retirada de los ejércitos del Archiduque, con el mariscal Starhemberg a la cabeza, que ante el fracaso militar y el rechazo del pueblo castellano, prefirió apartarse de la re­frie­ga, con lo que evitó si­guiera el derramamiento inútil de la sangre de sus soldados en la lucha por la sucesión, y permitió, muy en contra de sus deseos, la instauración de la nueva dinastía en el trono es­pañol, que había dejado vacante al morir sin descen­dencia el último rey de los Austrias, Carlos II El Hechizado. Eran los días 9 y 10 de diciembre de 1710. Un monolito, situado en lugar visible junto a la carre­tera que baja hacia Yela, queda como recuerdo. Se colocó al cumplirse el segundo centenario de la batalla, con la siguiente inscripción sobre la cara que mira hacia el mediodía: «A los héroes de Brihuega y Villavi­ciosa en 1710. El pueblo y el ejército, 1910».

La carretera comarcal si­gue abierta en dirección sa­liente. Entre los ramales de Villaviciosa y Yela surgen las oscuras manchas del encinar y del carrasquillo por ambas márgenes del camino. Aun tratándose de una hora punta del fin de semana, nadie viaja por estas llanuras de barbecho pedregoso y de rastrojera. El hori­zonte apenas se altera por la presen­cia de algún arbusto o de algu­na encina en desarrollo, por los montones de piedra en que los agricultores depositaron los hitos de la recogida, y por los postes del telégrafo que atraviesan, como ya lo hacían cuando la Guerra Civil, estos planos de la Alcarria.
Yela queda extendido a lo largo de una hoya, a sólo un kilómetro del camino. En la plaza de Yela se luce la estam­pa románica de su iglesia pa­rroquial reconstruida; una ima­gen plásti­camente inmejorable. El barrio de arriba deja colar sus viviendas por entre las arcadas del pórtico. Un señor me grita desde su aposento al sol que hay que pagar por re­tratar la iglesia; el buen hom­bre se pone a reir después, como un niño "pillín" que acaba de consumar una travesura. La señora que lo acompaña me ad­vierte, también desde la sola­na, que no le haga caso. En Yela, los peque­ños grupos de jubilados pasan el rato en agr­adable conversación sentados al sol a la puerta de sus casas.
Ignoro si aún vive en Hon­tanares el señor Manolo, don Manuel Ortega Alcalde. Era muy anciano la última vez que hablé con él y desde entonces ha pa­sado mucho tiempo. El señor Manolo tenía su casa cerca de la plazuela del pueblo. La casa del señor Manolo lucía sobre la piedra pulida del dintel la leyenda "se reedificó el año 1952. T.D.". En cierta ocasión, una tarde fría, paseando por el altillo de las eras desde donde se domina abierta una inmensa panorámica de la Alcarria, el señor Manolo me contó que du­rante la guerra llevaban al pueblo muchos italianos muer­tos, que los vaciaban en monto­nes frente a su casa, y que luego se los llevaban a ente­rrar Dios sabe dónde. Me lo contaba el buen hombre -así lo recuerdo- volviendo la vista atrás, mirando al pueblo, y con un canalillo de voz tan tenue que apenas se le podía oir.
Así fue; la llamada Bata­lla de Guadalajara durante la Guerra Civil también tomó estas tierras como escenario. Fue una batalla horrorosa y cruel, de la que Ernest Hemingway, que sirvió en ella como correspon­sal para un periódico neoyor­quino, escribió días después párrafos tan patéticos y desga­rradores como éste: "La línea del frente parte de las colinas y atraviesa un bosque de enci­nas, y por doquier se ven ras­tros de una súbita y precipita­da fuga. No hay modo de verifi­car el total de pérdidas ita­lianas en la batalla de Guada­lajara, pero las estimaciones van de dos a tres mil, entre muertos y heridos"; o este otr­o:"Todo el campo de batalla, cuyas alturas dominan Brihuega, está sembrado de papeles, car­tas, mochilas, útiles de trin­chera y, por todas partes, m­uer­tos."
Pues bien; lo uno y lo otro, los ahora lejanos aconte­cimien­tos bélicos de la Guerra de Sucesión, y los más recien­tes de la pasada contienda ci­vil, tuvieron por estas latitu­des su más doloroso foco de enfrentamiento. La gente acaba por no sostener noticia en su memoria; los que fueron testi­gos presenciales van desapare­ciendo paulatinamente por razo­nes de edad, y los que vienen tras ellos, apenas llegarán a saber algo de lo acontecido si no echan mano a los libros de Historia. Ahí queda, no obstan­te, como testimonio, el marco, el lugar exacto de los hechos; un campo que, según las horas del día, hay veces que se tiñe de rojo, otras de negro, otras de sutil violeta cuando amane­ce, mientras que en lo profundo de sus capas de tierra, media­namente pedregosa y perdida en el silencio, late el calorcillo tibio de la sangre de los muer­tos.
La imagen representa el cuadro de Alaux "La batalla de Villaviciosa"

jueves, 10 de febrero de 2011

DE VADILLOS AL SOLÁN DE CABRAS


FRAGMENTO DEL CAPÍTULO IX DE MI LIBRO "VIAJE A LA SERRANÍA DE CUENCA"

«Al pasar el puente de Vadillos el río Guadiela recoge las aguas del Cuer­vo, y juntos los dos por un cauce común que conser­va el nombre del primero, se apartan por la derecha a respirar aires alcarreños hasta el pantano de Buen­día en tierras del Tajo.
Vadillos es un poblado residencial de color verde, moderno, eminente­mente veraniego, montado al amparo de la central hidroe­léctrica y de los hor­nos de carburo de silicio.
Un cacharrero de San Clemente tiene extendido su muestrario ambulante al borde de la carretera. El vendedor se está comiendo un bocadillo de jamón sentado sobre una orza choricera puesta boca abajo, en medio de todo un rastro de botijos, de jarrones de cristal y de fuentes de loza. Como en un mundillo al margen de las instalaciones industriales, está el pequeño lugar donde vive la gente. Las casas de Vadillos tienen el tejado oscuro, montado con mucha ver­tiente, como las viviendas de recreo de los países nórdicos, perdidas en una superficie extensa de choperas, de pinos y de jardín. Un coche de lujo reposa a la sombra del emparrado. A la moderna iglesia de Vadillos se entra por una portezuela giratoria de madera de pino. Es una iglesia funcional, elegante y muy sencilla, con las imágenes también modernas de Santa María y de San Martín de Porres. Las minas, según alguien me explica, son unas más de las cuatro o cinco de las que se extrae el carburo de silicio en toda Europa.
Una carretera estrecha que parte del puente sobre el río Cuervo a la salida de Vadillos, me pone al cabo de una hora en el balneario de Solán de Cabras. El Real Sitio ocupa un barranco indescriptible, al fondo de los riscos y en mitad del extenso bosque de pinar en estado de absoluta virginidad. Un paraíso en donde el mayor milagro ha sido el conservarse sin mácula hasta el día de hoy, desde hace dos siglos y medio que los enfermos comenzaron a llegar al reclamo de los efectos curativos de sus aguas.
A la entrada se ven, aprovechando un claro del inmenso bos­que, monto­nes de cajas amarillas y de envases de vidrio con los que se llevan las aguas a los lugares más insospechados de Espa­ña. La fuente de Solán mana al este del cauce del río Cuervo y procede de roca caliza, con residuos vegetales y animales en su composición que facilita el correcto funcionamiento del orga­nismo huma­no y tiene -se asegura- efectos curativos para una larga lista de dolencias espe­cíficas. Ya usó estas aguas en el siglo segundo antes de Cristo el noble Julio Graco, que se curó de ar­trosis; pero el hallazgo es anterior a la época de los césares, siendo las cabras del contorno las primeras favorecidas al curar de sarna con sólo ponerse en contacto con la corriente, momento en el que los pastores prerromanos las comenzaron a emplear con éxito para tal menester con el apelativo de Sólo para cabras, expresión literal de la que se cree procede la denominación por la que ahora todos lo conocemos.»

(En la foto de 1982, tomada sobre la marcha, aparece un aspecto del lugar de Vadillos desde la carretera)

martes, 1 de febrero de 2011

ARQUEOLOGÍA DE GUADALAJARA


Los hombres pisaron y habitaron las tierras de la actual provincia de Guadalajara en tiempos muy lejanos y ahí dejaron, por lo menos, la señal de su paso. Existen grabados en algunas de las cuevas provinciales que proceden de la época Musterien­se del Paleolítico, lo que nos sitúa en más de 30.000 años de anti­güedad respecto a nuestra Era.
Yacimientos arqueológicos existen infinidad de ellos, y algunos de extraordinario interés, encuadrados en el largo periodo de tiempo que va desde el Paleolítico Inferior a la civilización visigoda. Son muchos también los lugares en los que tiempo atrás se procedió a la excavación y luego se hubo de abandonar por carencia de medios económicos. En otros muchos, en cambio, no han sido siquiera iniciados los traba­jos. El tema, por harto en contenido, resulta imposible de enmarcar en el medido espacio de un diccionario que no preten­de ser especialista en nada, pero informar de todo. De ahí que nos vayamos a referir únicamente a los hallazgos más importan­tes, procurando tomar lo más representa­tivo de cada periodo.
La Cueva de los Casares, en Riba de Saelices, tiene varios centenares de figuras grabadas sobre sus paredes, animales y otros dibujos humanos o antropomorfos con miles de años de antigüedad. De la llamada Edad del Bronce, incluida dentro del periodo Neolí­tico de la Prehistoria, existen varias muestras de extraordinario interés, y de las que merece la pena referirse el Dolmen del Portillo de las Cortes en Aguilar de Anguita, y, probablemente, a la enigmáti­ca Peña Escrita de Canales de Molina. De la época celtíbera de la Edad del Hierro se han encontrado muestras en diferentes lugares de la provincia: Tartanedo, Aguilar, La Yunta, Riosa­lido... En el término municipal de Aguilar de Anguita ─así dejó constancia el marques de Cerralbo─ hubo una necrópolis con más de 5.300 urnas funerarias; otras necrópolis de los siglos VI al II antes de Jesucristo se han encontrado en Atienza (Altillo de Cerropozo), El Atance, Olmeda, Carabias, Luzaga y Riba de Saelices. No menos importante, aunque bastan­te posterior en el tiempo, es el Tesoro Preimperial de Drie­bes, con 35 kilos en total entre monedas y otros objetos.
De la época de los césares hay que referirse a la villa romana de Hortezuela de Océn y a la de Gárgoles de Arriba, pues en ambas se hicieron excavaciones con no poco éxito, y aparecie­ron abundantes objetos de metal y de cerámica romana de terra sigilla­ta; los mosaicos descubiertos en las excava­ciones de Gárgoles y su curioso sistema de distribución de aguas son una importante aportación.
Recópolis, en la Alcarria del Tajo y término municipal de Zorita de los Canes (Cerro de la Oliva), es una de las princi­pales ciudades visigodas de las que se tiene noticia. La fundó el rey Leovigildo en el año 578 en honor de su hijo Recaredo. Fue -aseguran- tan grande como la Zaragoza de los visigodos. Se pusie­ron al descubierto los restos de su basílica y de un complejo palacial. Los trabajos de excavación pasaron hace años al olvido. Se cree que muchas de las piedras de Recópolis se emplearon para la construcción del castillo de Zorita.


(En la fotografía: "Cabeza de caballo". Grabado rupestre en la Cueva de los Casares)