miércoles, 30 de marzo de 2011

EL LICENCIADO TORRALBA


El de "Licenciado Torralba" es el título con el que pasó a la historia un personaje singular nacido en Cuenca en el año 1485, cuyo verdadero nombre fue el de Eugenio Torralba. Se trata del mago más conocido de la España del Renacimiento, y del que se cuentan cosas realmente maravillosas. Viajó a Roma, ciudad en la que estudió Filosofía y Medicina, lo que nos lleva a pensar que se trata de uno de los personajes más cultos del siglo XVI. En Roma se adiestró en el conocimiento de la astrología y de la nigromancia. Todo cuanto se sabe de él se debe a sus propias declaraciones en el proceso al que fue sometido en 1527 que duró cuatro años.

Nuestro hombre entabló una estrecha amistad con un clérigo conocido por fray Pedro, quien a su muerte le puso a su servicio un espíritu familiar de nombre Zaquiel, que Torralba consideró como un ángel bueno, aunque a lo largo del proceso antes referido reconoció tratarse de un demonio el cual, además del español, hablaba el latín y el italiano. La especialidad de Zaquiel era la de poder comunicar antes, o en el mismo momento en el que los hechos estaban ocurriendo, los sucesos más importantes acaecidos en España, Francia o Italia, durante los años que van del 1510 al 1527. Y así, Eugenio Torralba fue avisado en Roma de la muerte del rey Fernando el Católico, o del levantamiento de las comunidades y las germanías en 1519, entre otros muchos portentos más; si bien, el hecho más importante realizado por él y que más fama le dio, fue el que en la noche del 6 de mayo de 1527, fue llevado por los aires hasta la Ciudad Eterna, donde fue testigo ocular del sangriento saqueo de la ciudad, y regresar a Valladolid en la misma noche para dar la noticia.

Por aquellas mismas fechas, Torralba fue delatado por un viejo amigo suyo, don Diego de Zúñiga, ante el tribunal del Santo Oficio de Cuenca, y encarcelado. Hacia el año 1531 renegó de la diabólica compañía y, según se escribió de él, se dedicó a su profesión como médico. Murió poco tiempo después. Su fama fue tan grande que muy pronto se hizo de conocimiento común, pasando incluso al mundo de la fábula. Cervantes se refiere a él y a su viaje a Roma por los aires, en el capítulo 41 de la segunda parte del Quijote.

martes, 22 de marzo de 2011

LA LEYENDA DE "LA CARA DE DIOS"



Durate la última semana del mes de agosto, la villa de Sacedón celebra como fiesta patronal una de las efemérides que con más fuerza se ha grabado en la conciencia colectiva de sus moradores en el correr de los últimos tres siglos, y de la cual, del hecho que le sirvió de motivo, ha venido convirtiendo con el paso del tiempo en una constante para la devoción y para la vida de tantas genera­ciones de hijos de la villa alcarreña. Me refiero a la aparición en circunstancias extraordinarias de la Cara de Dios, perdida para siempre en su santuario a impactos de bala durante la última guerra civil.
Por aquellos tiempos, años finales del siglo XVII, era Sacedón un pueblo ribereño de escaso vecindario, mayorazgo de la casa del Infantado y diócesis de Cuenca en lo religioso, que, ni remotamente, podía pensar en la tragedia que unos cuantos años más tarde se volcaría sobre él, cuando las tropas del Archiduque en la inminente Guerra de Sucesión arrasaran con todo. A su condición de ribereño, el pueblo debió unir algunas más que con el tiempo servirían de reclamo, incluso para la Familia Real: Sacedón de los Baños, villa tranquila y romántica a la sombra de la soberbia vegetación con que en cada verano le premiaba por sus orillas el padre Tajo. Pues bien, precisamente en el verano de 1689, cuando por razones ya apuntadas su número de habitantes debería rayar al completo, acaeció un hecho con no pocos ribetes de sobrenatural que alteró por unos días la calma de la villa y de sus alrededores, transcendiendo siglos después, como podemos ver, a través del tiempo y del espacio.
La leyenda, o la historia de la Cara de Dios, me la contó hace tiempo una mujer anciana que no era natural de la villa, pero que había vivido durante varios años en Sacedón y la había oído contar miles de veces. La buena señora echaba a su peculiar manera de contar las cosas el ingrediente de la buena fe, de manera que la historia, real en el fondo y quizás imaginaria en las formas, me ha servido de tema para pensar en ella muchas veces. Lugar: el antiguo Hospitalillo de Nuestra Señora de Gracia en Sacedón; tiempo: la media tarde bien pasada del 29 de agosto de 1689; protagonista: un blasfemo de origen catalán, seductor de mujeres, llamado Juan de Dios.
-¡Que no puede ser, miserables del demonio. Esa mujer estaba entre vosotros hace un instante y no puede haberse escapado de aquí!
Aunque al irritado Juan de Dios se le escapaban al hablar espumarajos de ira por la boca, impotente ante la súbita desaparición de la muchacha, era cierto que Inés había huido del hospicio a refugiarse en la casa de una familia de vecinos con los que había hecho amistad. Llevaba la muchacha unos días atemorizada por el trato cruel al que la debía someter a diario su poseedor, sin ver otra luz que el separarse de él para siempre, aun a riesgo de su vida, en el primero momento que tuviera ocasión.

Estaba comenzando a oscurecer. Ante el rostro desencajado y los bramidos del mancebo, que con insistencia amenazaba con el cuchillo a los hospicianos después de haber perdido el dominio de sí, los mendigos temblaron de miedo. No era aquel el benéfico lugar de la Alcarria donde tantas veces habían recibido un bocado de pan y habían encontrado un refugio seguro donde pasar la noche, el hogar común de la calma y de la caridad, como conse­cuencia de la condición mezquina y de los celos de aquel desalmado.
-¡Os aseguro que si alguno de vosotros sabe dónde está, o quién se la ha llevado, y no me lo dice, lo va a pagar muy caro!
Por su cabeza ruin de hombre vencido y de animal salvaje, Juan de Dios hizo desfilar un tropel de posibilidades que pudieran llevarle al porqué de la desaparición de la muchacha. Al final le turbarían los celos. Pensó que otro refugiado, ausente del Hospitalillo desde primeras horas de la mañana, se la hubiese podido arrebatar valiéndose de engaños. Su estado de desesperación era cada vez más grande. En un momento de su desdicha alzó la hoja del cuchillo y, al tiempo que vomitaba una horrible blasfemia, lo lanzó con toda su fuerza sobre la pared, donde quedó clavado balanceándose a merced del duro temple del acero.
-¡Voto a la Cara de Dios que si los cogiese aquí los mataría!
El yeso que cubría la pared se descascarilló con la fuerza del impacto. En seguida llegó la noche. Cuentan que a la mañana siguiente, sabedores de lo ocurrido, algunos vecinos acudieron al salón del Hospitalillo donde se produjo la escena, y donde aún permanecía la hoja del cuchillo clavada en la pared. Al intentar arrancarlo, se desprendió un trozo más de la placa de yeso que tapaba el muro, de manera tal que por debajo se podían ver con sorpresa los rasgos de una cara pintada. Siguieron haciendo un poco mayor el agujero hasta descubrir por completo la imagen y con ella la identidad de aquel rostro. Se trataba de la Cara de Cristo, muy similar a la que quedó prendida sobre el paño de la Verónica en la mañana del primer Viernes Santo, pero ésta con el corte producido por la puñalada a la altura de la sien derecha.

La noticia cundió por la comarca como reguero de pólvora. Muy pronto se inició en el obispado de Cuenca el trámite oportuno para poner en marcha su correspondiente proceso canónico a nivel diocesano, con las declaraciones y las firmas del señor alcalde de la villa, del cura párroco y de algunos albañiles y vecinos dignos de todo crédito, que dieron fe de lo acontecido. El resultado inmediato fue la autorización episcopal para dar culto público a la imagen del Hospitalillo de Sacedón, así como una indulgencia plenaria en el día de su festividad, otorgada por el Papa Clemente XI, extensiva al día del ingreso en la correspon­diente hermandad y al de la muerte de los cofrades.
Tres capillas distintas acogieron la venerada imagen desde su aparición en 1689 hasta su destrucción en 1936. La última fue la actual ermita que llaman de la Cara de Dios en el centro del pueblo. Tiene esta ermita un bonito campanario de sillería y portada de corte neoclásico. El presbiterio y la cúpula se adornan al gusto rococó. A esta última y definitiva estancia se trasladó el sagrado lienzo muy solemnemente el día 12 de noviembre de 1748. Se dice que asistieron al acto -el más memorable seguramente de toda la historia de Sacedón- once Hermandades y mil quinientas antorchas encendidas. Al día siguiente se lidiaron ocho toros para celebrar la inauguración del nuevo santuario, que, por fortuna para la villa, todavía existe, siendo uno de los motivos de mayor interés que tienen entre sus monumentos.
Los habitantes de toda aquella comarca atribuyen infinidad de hechos extraordinarios a la intervención de la Santa Faz. Por nuestra parte, apenas nos resta levantar acta en la que se haga constar que, tres siglos después de todo aquello, la aparición de la cara de Dios en el antiguo Hospitalillo de Sacedón es una más de las hermosas páginas que hay que recoger, y así se hace, en la general historia de las tierras de Guadalajara para perpetuo conocimiento.

(En la fotografía, detalle del presbiterio y cúpula rococó del santuario de la Cara de Dios en la villa alcarreña de Sacedón)

martes, 15 de marzo de 2011

ARTÍCULO INFUMABLE DE UN AUTOR FAMOSO


Una consecuencia inmediata de la reciente publicación en este blog de la página dedicada a Villaescusa de Haro, ha sido la petición vía telefónica de dos lectores interesados por tener noticia más detallada, y al ser posible leer, el artículo de Eugenio Noel al que allí me refiero en relación con este admirado pueblo de la Mancha Conquense.
Me ha parecido lo más oportuno transcribirlo literalmente, aportando con ello algo más de lo mucho que se conoce acerca de Cuenca y su provincia como motivo para las buenas letras. Una rareza sobre todo, de la que sospecho el posible lector podrá sacar al final -como por esas tierras se dice- los pies fríos y la cabeza caliente. Es decir, nada. La literatura es arte, y como tal resulta la mar de diversa; de manera que este artículo del autor de Piel de España, puede encajar perfectamente, para mí como extrañeza dentro de la producción literaria de una época, que pudo tener como inspiración aquellos planos manchegos.
Eugenio Noel, autor madrileño que vivió entre los siglos diecinueve y veinte, tuvo la ocurrencia de violentar el idioma escribiendo este denso artículo que transcribo a continuación. Ignoro si pudo ser un éxito; para algunos, supongo que sí. Sus rarezas le hicieron famoso en una buena parte de la población española afín al movimiento cultural del momento. Frecuentó las famosas tertulias literarias del café de Levante, y se despachó a su gusto escribiendo en contra de la fiesta de los toros y del flamenquismo como manifestación cultural de la España en la que él vivió.
Como lo que aquí nos interesa es la palabra escrita de Eugenio Noel con referencia a Villaescusa, al menos como aportación a la literatura conquense, cumplo con el deber de prestarle su espacio, satisfaciendo al menos el interés o la curiosidad de dos de mis lectores.»



UN CARRO EN LA CALLE DE LOS SIETE OBISPOS
«Cada uno suele contar de la vendeja y granjería de la feria como le fue en ella, y yo, salvo salir a montear un nuevo Greco y no cohecharle, lo que algún rucio rodado de chamarilero motejará de jonjona y guasa verde, de Toledo no he de garabatear cominerías ni empanar maltrato y sobajo con loas y pasos a la enmohecida ciudad de los metalarios. Al Dante me atengo cuando zaherizaba a los romanos en su buena parladuría lombarda y les espetaba aquello de: «Son unos muertos que se figuran que viven.» Con el carro, arriero y reata cara a Villaescusa de Haro, que es un viajecito como para andar en coplas, y me aturo la boca y me zampo las cuarterías y soledumbres del antojo de la caminata hasta que el dolor de la gatada se vaya resentando. De noche y en el puente de Alcántara empezó el zorongo y trasteo, y -entre paréntesis lo de la belleza del lugar y lo castizo y tal, que habría para hablar por el colodrillo más que Carranza emborronó de la espada- atrás quedó ensabanada Toledo, que inadeliñada con la laca de rubia de la paleta de su pintor, y atrás, albarraza­dos, sus cigarrales, que ni ataviados con los chorreones de la prosa de Tirso se hacinaran más en sombrajos de guinga. Y a Villaescusa llegamos con frío y ventisquil, yo todo arromadizo y respahilando el Tizón del cardenal Mendoza, amorosamente preso en mis manos, que por sólo mercarle me habría dado de tantas estrechezas una biznaga, y el arriero de marras, «que me muero, que me fino», a pesar de ser novillo cerrero. Mal avío para la raza éste de que hasta sus trajinantes vayan calveando por los calcañares y no sean ya aquellos cachidiablos lisos y descargados de todo jarrete. No obstante tener infartada la quejumbre, el chinchorrero encubría sus pleoteras y soponcios con escaras de sal y cechero de atalaya y sus pullas y burlerías de gentil oficial de la carda, sonrisa de envite y pasacalle de revoleo, que él almohazaba con sus palabrotas empapuciadas de jotas, erres, eñes y ajos... Amén e que bregar con aquel carro y aquellas bestias matalonas por carriles de lama pegajosa, de rodalas de carros ahondadas en el tarquín, no es una pelusa para zangolotearse y entumbarse sin charlear como una rana o escamon­dar de lo más santo. Pero todo, aun los torniscones de la vida perra, tiene su trasbarras, y he aquí al arriero y su carro, después de tantos bordos y barzones, en la calleja más mansejona y recoleta de España y cabe la hostería más serrana que ha engavillado, bajo techo en abertal, un ramujo de acebo seco. De la posada no hay sino catonizar que lardándola con tocino no estaría más reluciente; y de la vía, ¡oh!, de la calleja, se siente el ánimo poltrón y cabezalero para definirla. Estos temores mismos, torzuelos y galopines machuchos, empachados de ajiaceite y calambres de mollera, no hablan de ella sino de rodillas, como quiebro a puerta de gayola. Tened entendido que no se trata de escurrilladas históricas ni recuerdos viejos de picote, sino que en esta calle nacieron siete obispos, ni uno más ni uno menos, si perdigado en hervor divino cuál de los siete, tal de los siete profundo en asuntos gordales y sustanciosos de Escrituras, que en su comparanza todos los licenciados del reino eran como borricos amapoleros. Y lo que es más todavía y más admira a estos traviesos y tracistas cascarrabias, los padres de esos obispos no fueron nobles, ni noblas sus madres, sino pelgares redomados, gente desandrajada, sollastres destripaterro­nes, pastores boquirrojos y bocimohinos, zafia obrería de hisopo y cucarda. Ahí están pintaparadas las casas y estarán en lo perdurable, para alivio y palmeo de pasmarotes como nosotros. ¿Eh? ¡Y que no hay que hojaldrear bien las asentaderas en los bancos para llegar a obispo cuando el padre es un majagranzas y la madre una flor de jara!... Y en la misma calle, no vaya a olvidarlo, que eso es lo de repelón y no se cata en cualquier punto. Así es el respeto y la tiesura espetada de los felices manchegos que en esta calle viven. Vieja vi que se santiguaba en descargas al pasar frente al umbral de las casas bienaventuradas, haciéndoles maulas y melindres como si los siete obispos faldearan hogaño en sus siete aposentos. Mi buen arriero, desde que esquinó la calleja santa habla a contrapelo, y al desguarni­cionar la reata, apenas si, de lo compungido y edificado, se le va la jeta entre la cachucha, cuando echa unas nesgas al pellejo, mojón y catavinos; porque no se debe arriscar por poco mucho, y aunque es hombre de sesenta y seis sabores vináticos, como el Berrocal de La elección de los alcaldes de Daganzo, en calle como esta calle sobran los perales de cascabeles y sería ensopar migajón en naffe. Y a su andadura, los de la altana.Paradores como éste, pocos en contorno, sin desmán ni acecinamiento, sin cuchufletas ni chirlerías. Los jayanes, los chicarrones, los bodoques, los soplavivos, los embaidores, bujarras y rústicos que beben o zascandilean en la posada, si andan es porque se estila. Un grupo huronea silencioso alrededor de la rueda de un vaciador mohedino que pone fiel a unas tijeras desenfiladas. Los otros van y vienen con cabezalejos, calzos, traspontines, braceros o codales en las manazas. Y yo mismo, contagiado del alma de la calle, donde sin duda haldean sueltos y cabizbajos los fantasmas nocturninos de los siete obispos, lo contemplo todo con ojos remellados. La maritornes arroja sin ruido las lavazas a un regacho. Mi arriero echa su carro. Lo coge por el dentejón del pértigo y suavemente lo apoya en tierra; no suenan los cinchos, no rechina el bocacil, no cruje el tendal, nada murmura de la zaga a la riostra, como si el carro también supiera en que calle está.»

(En la fotografía, aspecto actual de la Calle de los Siete Obispos en Villaescusa de Haro)

viernes, 4 de marzo de 2011

LA GUADALAJARA DE LEOPOLDO ALAS



«Excmo. Señor.
En el día de hoy y previas las formalidades prevenidas por la ley, he tomado posesión del Gobierno de esta provincia, cuyo mando se ha dignado confiarme S.M. la Reina (q.v.g) por su real decreto de 28 de junio último. Lo que tengo el honor de partici­par a V.E para su supe­rior conocimiento.
Dios Gue a V.E muchos años, Guadalajara 12 Julio de 1865.
Excmo. Señor: Genaro Alas.

El profesor Pedro Fernán­dez, vecino de esta ciudad de Guadalajara, diputado provincial y concejal de este Ayunta­miento, leyó en el paraninfo de la Uni­versidad de Oviedo, el 16 de mayo de 1963, un estupendo tra­bajo al que tituló "Aporta­ción a la biografía de Clarín: Leo­poldo Alas en Guadalajara". La entrega amable de una separata de esta importante comunica­ción, me ha ofrecido la oportunidad de referirme, un poco a mi manera, a la estancia del ilustre autor del XIX en la Guadalaja­ra donde vivimos.
Leopoldo García-Alas Ureña nació en Zamora el 25 de abril de 1852, festividad de San Mar­cos Evangelista, y falleció en Oviedo el 13 de junio de 1901, fiesta de San Antonio. Tenía que haber nacido en Oviedo, dejó escrito, porque de allí eran sus padres y allí vivieron hasta unos meses antes de que él vi­niese al mundo. Pasó los años de su infancia en Zamora, y luego en León y en Guadalajara, ciuda­des castellanas todas ellas en las que su padre, don Genaro García-Alas, estuvo destinado como gobernador civil de las provincias respecti­vas. Aquí, en esta capital de la Alcarria, que fue la última de las tres en las que su padre ejerció tan impor­tante cargo, debió vivir el futuro "Clarín" entre los años 1865 y 1866; pues fue en ese último año cuando su familia regresó a Oviedo de manera defi­nitiva; luego el autor vivió su experiencia guadalaja­reña cuando se encontraba por edad a las puertas de la adolescen­cia. Después volvería en diferen­tes ocasiones. Tuvo una especial devoción por esta tierra en la que aprendió a vivir y, sobre todo, a pensar por sí solo. Su estancia en estos lares de junto al río fue la de las primeras experien­cias, la que dejó impre­sa en su persona una importante huella vital.
En 1892 Leopoldo Alas pu­blicó tres narraciones que él mismo consideró como «nouvell­e», es decir, novelas cortas. Fueron estas Doña Berta, Cuervo y Su­perchería. Pues bien, como re­cuerdo a esta ciudad de la Alca­rria en la que había sido niño, quiso situar la acción de la última de las tres referidas precisamente aquí, tomando como protago­nista a Nicolás Serrano, un hombre joven, reflejo fiel de su propia persona como se tras­luce en diferentes fragmentos del relato al que aquí nos vamos a referir.
Nicolás Serrano -según se dice en la novela- vino a Guada­la­jara casualmente a visitar a un primo suyo, alumno de la Academia de Ingenieros, que por algún aquel se encontraba arres­tado: «Allí, a las diez o doce leguas de Madrid, estaba aquella Guadalajara donde él había teni­do doce años, y apenas había vuelto a pensar en ella, y ella le guardaba, como guarda el fósil el molde de tantas cosas muertas, sus recuerdos petrifi­cados. Se puso a pensar en el alma que él había tenido a los doce años. Recordó de pronto unos versos sáficos, imitación de los famosos de Villegas al "huésped eterno del abril flori­do", que había escrito a orillas del Henares que estaba helado».El viaje lo hizo Nicolás Serrano un poco a presión; obli­gado por la pertinaz insistencia de su tía, la madre de Antoñito, a la sazón desesperado en los calabozos de la Academia, con amenaza de suicidio y de no sé cuántas cosas más en contra de lo que él consideraba disciplina férrea y falta de toda conside­ración que se guardaba en la Academia. El viaje desde Madrid por aquellos tiempos resultaba algo más que un paseo. La dili­gencia debió llegar a nuestra ciudad entre dos luces; una tarde de octubre, de esas en que las sombras de la noche comien­zan a extenderse sobre el campo con una inesperada premura. Clarín lo cuenta así: «Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descar­gaba en hilos muy delgados y fríos el agua, que parecía caer ya sucia, que sucia corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las venta­ni­llas rotos le llevó a trompi­cones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que habría de tomar por fonda. Estaba fren­te al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el hermoso palacio del Infantado que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acor­dó en seguida de su fachada suntuosa que adornan, en simé­tricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra».No queda en todo punto bien parada la ciudad en la obra de Clarín, y mucho menos algunos de sus personajes más representati­vos: el alcalde, por ejemplo, apellidado Mijares, a quien el autor trata de majadero y de hombre supersticioso y de bajos princi­pios. Aprovechando la tal circunstancia, y con la anuncia­da sesión de magia que el alcal­de pretende organizar en su casa, Clarín aprovecha para incluir en su relato una escena costumbris­ta muy al uso en la sociedad provinciana de mediados del XIX. Son las siguientes palabras que el autor pone en boca de Mijares: «Nada, nada; mañana mismo, mientras se limpia el teatro y los periódicos anun­cian la llegada de ustedes, por vía de propaganda y reclamo dan ustedes, es decir, damos una función en mi casa. Vengan uste­des a eso de las siete, porque tengo gusto en que coman conmi­go; después del café vendrán el gobernador civil y el militar y varios profesores de la Academia de Ingenieros, con más el chan­tre de Sigüenza, que está aquí de paso; y más tarde, a la hora de la función, se llenarán mis salones con lo mejor de Guadala­ja­ra: muchas señoras, mucha pillería, un público distin­guido que hará atmósfera, que decidirá del éxito que al día siguiente tengan ustedes en el teatro».Verdaderamente, lo que Clarín saca a la luz en el trasfondo de esta obra menor a la que titula Superchería, no es otra cosa que el dilema entre la propia contradicción (ficción y realidad) en la que el autor a sus cuarenta años se hallaba inmerso. La temática un juego fácil de amoríos al gusto de su tiempo, que él aprovecha para retratar magistralmente el ca­rácter, las pasiones, los inte­reses, las debilidades de sus personajes; para contar las situaciones reales, o al menos posibles, propias del momento y del lugar, así como la imagen auténtica de aquella Guadalajara que él conoció de niño y que, pese a que pueda resultarnos hoy tan dispar en apariencia, no queda tan lejos de esta otra en la que vivimos los que ahora somos. Casi todos nuestros monu­mentos, y no pocas de las vi­viendas que todavía conforman el casco antiguo de la ciudad, son testimonio en pie de aquellos tiempos.

(En la fotografía, "Puente sobre el Henares a la entrada de Guadalajara")