miércoles, 24 de agosto de 2011

HISTORIA DE UN MONUMENTO



Rodolfo Llopis fue un famoso republicano del siglo XX, nacido en Callosa de Ensarría el año 1895; licenciado universitario, ejerció en Cuenca su profesión docente como profesor de la Escuela Normal de Maestros desde 1919 hasta 1931. Como republicano convencido, y diligente en consecuencia, organizó en Cuenca la Agrupación Socialista, ejerció el periodismo como corresponsal del diario “El Sol” de Madrid y fundó la revista “Electra”. En el exilio, dirigió como secretario general al Partido Socialista durante más de treinta años, hasta que la nueva corriente encabezada por Felipe González lo desfalcó en el congreso de Suresnes en agosto de 1972.
Como corresponsal de “El Sol” Rodolfo Llopis escribió muchos e interesantes artículos sobre Cuenca y su provincia, que en el año 2007 fueron recogidos por Clotilde Navarro y José Luís Muñoz, con la correspondiente semblanza sobre la vida, la obra, y la relación con Cuenca del ilustre profesor, en un estupendo volumen editado por la Diputación Provincial, y del que por su interés -ya como valioso documento, ochenta y seis años después de su aparición en prensa- considero oportuno ofrecerlo al público lector, incluyendo la fotografía del monumento al que el autor hace referencia en su escrito, y que tan familiar resulta a los conquenses. El artículo se publicó con el título de “OTRA VEZ EL MONUMENTO”, que a continuación transcribo:
“Cuenca, como saben seguramente todos los lectores de EL SOL, es una de las muchas ciudades españolas, capitales de provincia de tercera clase, donde la vida transcurre plácidamente. Sólo de cuando en cuando algún acontecimiento rompe la monotonía provinciana; pero nada más; enseguida vuelve a recobrar su fisonomía característica.
Hoy vamos a referir uno de esos acontecimientos. Hace poco tiempo tuvimos un gobernador que, al recorrer la ciudad, debió sorprenderse de no ver en plazas ni jardines ningún monumento- Una ciudad sin monumentos -debió decirse- no tiene razón de ser. Hay que erigir un monumento. ¿Tema?... ¿Motivo?... Inmediatamente surgió uno: “A los soldados conquenses muertos en África”.
Pero un monumento cuesta dinero, mucho dinero. ¿Dinero?... No había que apurarse. ¿No existe una Junta provincial para socorrer a los soldados herido o enfermos de en África, que tenía bastantes fondos? Pues de esa junta sacaba diez mil pesetas, con la que podría encabezarse la suscripción pública.
Lo demás, lo demás ya se recogería en los pueblos, en la Diputación y en los Ayuntamientos mediante suscripción voluntaria. De ello quedaban encargados los delegados gubernativos. Así se hizo.
¿Y quién haría el monumento? No había duda. Cuenca, afortunadamente tiene entre sus hijos a un joven escultor, pensionado de la Diputación que, no obstante su juventud, ha alcanzado ya una segunda medalla en la última Exposición nacional. Nos referimos a Luís Marco Pérez. A él se le encarga, pues, la confección del boceto.
¿Qué faltaba ya? Casi nada. Para que se convenciera el vecindario de que iba a hacerse la iniciativa, se dispuso inmediatamente la primera piedra. La colocación de toda primera piedra da siempre motivo para vistosas ceremonias y pomposos discursos. Asistió la infanta doña Paz, hubo fiesta somatenista, un acto de Unión Patriótica, y aunque la lluvia deslució el programa, la primera piedra se colocó en uno de los pocos jardinillos que tenemos, para lo que fue preciso arrancar una de las tres fuentes, más o menos artísticas, que hay en la ciudad.
El escultor, afanosamente, se consagra a su tarea. Y al cabo de algún tiempo presenta su proyecto de monumento. El proyecto resulta sencillo: sobre un pedestal, un grupo escultórico. Ese grupo, según su autor, simboliza la solidaridad humana traspasando los límites de la vida. Dos hombres, que han convivido en el taller, en la fábrica, en el campo, comparten más tarde las penalidades de la campaña; uno de ellos ha muerto heroicamente; su compañero carga con el cadáver y lo conduce a la Gloria, que los guía y espera…
El grupo, lleno de emoción, es humano, sencillamente humano.
Primero se dijo que tenía poco carácter guerrero. Después se habló del desnudo; que la bandera que, a guisa de sudario, lo cubría, era poco, y que era preciso vestirlo… Por último, se impuso el buen sentido y se respetó la obra del escultor.
Pero la dificultad mayor para su realización no estaba, al parecer, en la falta de carácter guerrero ni en la falta de ropa de las figuras, sino en la falta de dinero.
La suscripción se estableció en las 18.000 pesetas; la fuente había desaparecido; en el jardinillo, junto a la primera piedra, se amontonan unos bloques de piedra para el pedestal; pero las obras están paralizadas desde hace un par de meses… ¡No hay dinero!
El Ayuntamiento y la Diputación acaban de ocuparse de esta cuestión. Ya que los pueblos no han contribuido a esa suscripción, la Diputación contribuirá por ellos, consignando en sus presupuestos 8.000 pesetas.
Y el Ayuntamiento de la ciudad se compromete a aportar la cantidad necesaria hasta completar las 36.000 pesetas que va a costar el monumento.
Ya está todo resuelto. Dentro de poco volveremos atrabajar. Ya está, al parecer, asegurado el monumento. Sin embargo son mucos todavía los que creen que tenemos monumento para rato y se contentan con poder presenciar la inauguración, sin que crean que ello supone ningún caso de longevidad. Es mucho más fácil colocar una primera piedra que tirar del cordón que ha de descubrir el monumento”.

“El Sol”, 27 de noviembre de 1925

viernes, 5 de agosto de 2011

GUADALAJARA EN LA LITERATURA (y II)


(Continuación)
Amado Nervo, el ilustre poeta mejicano, primer exponente de la literatura hispanoamericana de la época del Modernismo, pasó por Guadalajara en visita relámpago el año 1913. Se llevó una serie de notas escritas en su libreta de apuntes, que luego le sirvieron como cañamazo donde apoyarse para dar luz a un bello trabajo sobre la capital de la provincia. De ese trabajo son estas líneas en las que el autor hace referencia a una costumbre ya perdida, la de "Las Mayas". Dice así:
«Al salir de nuevo a la Calle Mayor, un tropel de niños me rodea:
-¿Caballero, un cuarto para la Maya!
Y me tienden minúsculas bandejas...
Las Mayas son niñas a las cuales, en algunos pueblos de España, visten graciosamente, lo más majas posibles, el día de la Cruz de Mayo. Siéntanlas en una especie de trono, y los chicuelos del barrio piden cuartos para ellas, con los cuales ofrecen después una merienda suculenta.
Tengo la fortuna de ver a dos Mayas en dos portales oscuros. Son las dos criaturas monísimas. Están allí muy adornadas, inmóviles, hieráticas (la Maya no debe hablar ni reírse), rígidas y graves como vírgenes españolas. Doy mi óbolo para cada una, y cumplido este deber con nuestra dama la Tradición -¡Muy señora mía!-, me encamino, por la cinta de plata de la carretera hacia la estación».

Allá por los inicios de los años veinte de este siglo, don José Ortega y Gasset echó algunas jornadas a recorrer las tierras de Sigüenza a lomos de una mula torda. Aquellos textos, de una excelente calidad literaria, aparecen en su conocida obra “El espectador”. La primera impresión que la Ciudad Mitrada produjo en el insigne pensador fue :«Es una alborada limpia sobre los tonos rosa y cárdeno del poblado de Sigüenza. Quedan en el cielo unos restos de luna que pronto el sol absorberá. Sigüenza, la viejísima ciudad episcopal aparece rampando por una ancha ladera, a poca distancia del talud que cierra por el lado frontero del valle. En lo más alto el castillo lleno de heridas, con sus paredones blancos y unas torrecillas cuadradas, cubiertas con airoso casquete. En el centro del caserío se incorpora la catedral, del siglo XII».
Metidos ya en nuestra propia época, es el académico gallego y premio Nobel de Literatura don Camilo José Cela quien acapara con sus “Viajes a la Alcarria”, uno en 1946 y otro en 1985, casi todo el laurel literario de la provincia de Guadalajara a niveles internacionales.
A pesar de todo, sin que sea tan notorio a escala popular, ahí queda el incomparable relato que Sánchez Ferlosio titula “Industrias y andanzas de Alfanhuí”, un cuento fantástico cuya primera parte transcurre en otra Guadalajara fantástica también: «Las viejitas de Guadalajara -dice- tienen los huesos de alambre y mueren después de los hombres y después de los álamos. Se ahogan en los vados del Henares y se las lleva la corriente, flotando como trapos negros». El mismo autor tiene también presente esta tierra en varios pasajes de El Jarama.
Seguramente que es de mayor actualidad “El río que nos lleva”, del académico José Luis Sampedro. Novela escrita en 1960 que ha sido trasladada al cine, en la que se cuentan las pendencias y aconteceres de la vida de los antiguos gancheros por los pueblos y vericuetos ribereños del Alto Tajo. En el siguiente fragmento el Seco, uno de los gancheros, habla así del balneario de Mantiel, desaparecido bajo las aguas del pantano de Entrepeñas: «...estas son las mejores aguas del mundo pa el reuma. Pero no puede, aquí no hay médico, ni luz, ni postín, ni na. Mejor: así está barato pa los pobres y áspero pa los ricos, que tienen que irse al médico. Bien que les escuece a los de los baños de La Isabela, siempre con denuncias porque éste les quita gente. Pero allí cobran un dineral y aquí, por un duro por barba, te metes en un cuarto y te dan hasta un jergón de paja y tu cabezal. Lo demás que quieras tú te lo traes y tan ricamente.»
Un autor molinés, natural de Labros, Andrés Berlanga, ha dejado un hermoso documento sobre la vida y costumbres del Alto Señorío durante los años de la posguerra en su novela “La Gaznápira”, publicada en 1984 y que constituye otro título puntero dentro de las mejores obras que tienen como tema las tierras de Guadalajara: «El pobre sacristán se marchó cariacontecido de la Casa Lugar porque ni el Cristóbal ni ninguno se ha dirigido a la Liboria. Los mozos se meten en el bar de la Pitona y se la echan a ver quién come más huevos fritos o quién parte más nueces y almendrucos con las muelas o, si el porrón mana generoso, acaban por apostarse con el Caguetas un cuartillo de vino o una lata de anchoas a que no es capaz de romper de un cabezazo la pared de adobes del corral del Manquillo».Otro destacado periodista y escritor de nuestro tiempo afincado en la Alcarria, Manuel Leguineche, publicó en 1999 un libro de muy grato leer que titula La felicidad de la tierra; relatos y vivencias de su estancia en la finca de su propiedad “El Tejar de la Mata”, junto a Cañizar, y que, sin duda, se trata de uno de los libros más bellos de los que han elegido como asunto aquel u otros lugares cualquiera de la Provincia, su naturaleza particular, sus cosas y sus gentes: «Almuerzo de todo el pueblo en la plaza del Ayuntamiento, en homenaje a Manolo, el médico que se despide. Se va a Mondéjar. Le echarán de menos. Son los sólidos lazos que se establecen entre él, médico rural, y el pueblo. Este Manolo, aragonés de Maella, está hecho de rabos de lagartija. Se pagó la carrera cantando con la tuna por las rutas de Europa. Es un tipo espigado, muy filarmónico, andarín, más del campo que las amapolas. Cobra un par de zorzales, los despluma, los tuesta al fuego, añade la sal que siempre lleva consigo en el zurrón y se los merienda debajo de un olivo. Causa asombro verle brincar por el paisaje. Su padre, guardia forestal, le puso al tanto de los secretos del campo. Tuvo un buen maestro porque Manolo, con precisión clínica, adivina los cambios del tiempo, conoce la querencia de la perdiz, las zigzagueantes trayectorias del zorzal, los caprichos de la liebre.» Todo lo dicho sin contar en ningún momento con la labor meritoria de tantos autores que nacieron o viven en la Provincia, cuyos nombres, en entradas monográficas dedicadas a cada uno de ellos, aparecen en el lugar correspondiente de este libro.
(De mi libro “Diccionario enciclopédico de la provincia de Guadalajara”

martes, 2 de agosto de 2011

GUADALAJARA EN LA LITERATURA

La provincia de Guadalajara ha tenido, desde los orígenes de nuestra lengua, un atractivo especial para los escritores de todas las épocas. Se ve, y así lo podemos asegurar ante la evidencia de los hechos, que es una tierra que se presta a ser cantada, contada o descrita. También en ella nacieron o han vivido personas que dejaron huella a lo largo de la Historia en el quehacer literario, manejando como instrumento de extraordinaria calidad la Lengua Castellana que, dicho sea de paso, en Guadalajara se suele emplear de manera correcta, incluso a nivel popular, en su modalidad coloquial como medio de expresión oral al uso y servicio de todos.
Ya en las primeras manifestaciones de la naciente Lengua Castellana, aparece Guadalajara en algunas de las más populares "jarchas", cuando no tomando parte de los grandes monumentos de la literatura medieval, como el Poema de Mío Cid o en la obra del Arcipreste de Hita. Allá por el año 1040 el autor o autores del Poema daban detalles geográficos bastante precisos de Atienza, Miedes, Castejón, Hita, las Alcarrias, Anguita, como se lee en varios de sus versos. El Libro de Buen Amor, sitúa muy veladamente muchas de sus andanzas y relatos en campos presumiblemente guadalajareños, campiñeses, y serranos sobre todo, también en la capital. «Mur de Guadalfajara entró en su forado/ el huesped acá e allá fuía deserrado/ non tenía lugar çierto do fuese anparado/ estovo a lo escuro, a la pared arrimado». Era para nuestro uso el siglo XIV.
Metidos en pleno Siglo de Oro, será Santa Teresa de Jesús quien en su libro de Las Fundaciones dedique todo un capítulo a contar los inicios de la Orden Carmelita en la provincia, dando cumplida referencia acerca de la fundación de los dos conventos de Pastrana, allá por el año de 1569.
Los años de la Ilustración tuvieron como punto de interés la provincia de Guadalajara, en la que fijaron su residencia temporal algunos de los nombres más sonoros de aquel siglo. Tal es el caso de Moratín, que pasó temporadas enteras en su casa de Pastrana; de Jovellanos, huésped ilustre de Jadraque durante el verano de 1808, quien también conoció en 1798 los baños de Trillo y las posadas del Pozo y de Aranzueque, como bien dejó escrito en sus Diarios.
En 1781 viajó a la Alcarria Tomás de Iriarte. De los recuerdos que dejó, fruto de su deambular alcarreño, hay notas referentes a su paso por Aranzueque y Tendilla; pernoctó en el convento que los Franciscanos tenían en La Salceda. Los frailes le debieron servir bien, más no todo pareció ser a su gusto, pues así dejó escrito:«Ya he dicho lo bien que me hospedaron y me dieron de cenar los Padres; pero como los gustos de esta vida no son durables, quiso mi mala suerte que cargasen sobre mí aquella noche tantas pulgas que no me dejasen dormir».



El final del siglo XIX, período del Realismo en la novela, lo ocupa en buena parte don Benito Pérez Galdós. Son muchas las citas, alusiones con nombres incluidos, que de la provincia de Guadalajara suelen figurar en su extensa obra; "La Fontana de Oro", Juan Martín "El Empecinado" y El Caballero encantado" son una buena muestra para poderlo comprobar; pero es quizás Narváez, una de las más conocidas de las novelas que se incluyen en los Episodios Nacionales, la que dedica mayor extensión a las tierras de Guadalajara, concretamente a la villa de Atienza con sus viejas calles, sus costumbres, sus monumentos, sus gentes y sus leyendas: «Adiós, Atienza, ruina gloriosa, hospitalaria; adiós, santa madre mía; adiós, Noble Hermandad de los Remedios, que me hicisteis vuestro "Prioste"; adiós, amigos míos, curas de San Juan, San Gil y la Trinidad; adiós Ursula, Prisca, José, servidores fieles». Dice Pepillo Fajardo, el protagonista, al despedirse de la villa con profundo dolor en su alma.
Por aquellos mismos años, coincidiendo con la Semana Santa de 1891, la condesa de Pardo Bazán viajó en tren desde Madrid hasta Sigüenza, pasando por Guadalajara. En su libro Por la España pintoresca, dejó escrito doña Emilia, entre muchas cosas más: «Hacía luna durante nuestro viaje de Guada¬la¬jara a Sigüenza, y el país, conforme nos acercábamos a tierras de Aragón, aparecía abrupto y montañoso. El alcalde, persona muy cortés, nos esperaba en la estación.»
Leopoldo Alas, "Clarín", escribe en 1892 una novela corta a la que tituló Superchería; en ella se puede adivinar la contradicción en la que el autor se debate por aquellos años. Clarín sitúa en esta obra a Nicolás Serrano, el protagonista, aposentado en una fonda que debió haber frente a la Academia de Ingenieros, otro monumento emblemático que hace tiempo desapare¬ció del paisaje urbano de Guadalajara. Así lo refiere el propio Leopoldo Alas. «Llegó a la triste ciudad del Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en hilos muy delgados y fríos el agua, que parecía caer ya sucia, que corría sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus con los cristales de las ventanillas rotos le llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el famoso palacio del Infantado, que estaba allí cerca, a la izquierda; pero Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa que adornan, en simétricas filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra». (Continuará)