sábado, 28 de septiembre de 2013

LOS "RETABLOS" DE VÍCTOR DE LA VEGA


       Una polémica, razonable y razonada, surgida días atrás entre algunos usuarios de las redes sociales afines a la cultura, que tuvo como motivo la seria advertencia del Cronista Provincial de Guadalajara, Dr. Herrera Casado, en el sentido de que pudiera correr peligro la permanencia en la ciudad del famoso cuadro “Retablo Arriacense” del pintor conquense Víctor de la Vega, me lleva a reflexionar acerca de la obra sujeta a polémica y a aunar en uno sólo el trabajo llevado a término por el genial artista, centralizado en estas dos provincias, Guadalajara y Cuenca, tema exclusivo y única razón de ser de este blog, por lo que no deja de tener su repercusión en él como cosa obligada.
            El “Retablo Arriacense”, por cuya seguridad y conservación en Guadalajara está preocupando seriamente a centenares de personas, como podemos comprobar en Factbook durante los tres últimos días, fue encargado y adquirido por la Caja de Ahorros Provincial de Guadalajara en el año 1977 al referido pintor, y desde entonces ha presidido la sala de juntas de la Institución hasta que ésta desapareció al ser absorbida por otra entidad mayor con sede en Andalucía; el cuadro se llevó a otro nuevo edificio colosal, situado junto a la autovía, en donde la extinta entidad apenas debe de tener algún o algunos despachos a los que no va la gente de la calle; un lugar difícil, imposible diría, para que el público pueda observar esta obra admirable. Sitio que además, según hemos leído, tampoco es el más aconsejable por los efectos desfavorables de la luz sobre la pintura.
            Como una pieza más del fondo artístico-cultural de la Caja de Guadalajara, este cuadro y algunos más han pasado a ser propiedad de otras manos, ajenas a las de los antiguos impositores con cuyos ahorros como tales se adquirió, sin que se sepa de su futuro paradero como obra querida que es. El malestar se está generalizando y el número de interesados por su mantenimiento en Guadalajara, como cosa propia, cunde entre otros sectores de la sociedad alcarreña de día en día.
            El “Retablo Alcarreño” es una bellísima estampa, óleo sobre lienzo, en un marco no menor de 3,5 x 1,7 metros de superficie (lo digo a cálculo), en donde está representada la provincia de Guadalajara en toda su extensión y significado: sus personajes más notables, sus lugares característicos, su riqueza monumental, sus fiestas y sus costumbres, a través de la historia. En la fotografía que encabeza este trabajo te puedes dar, lector, una idea bastante exacta de lo que la obra es y contiene.
            El futuro del cuadro, así como del resto del fondo artístico de la antigua Caja,  es todo expectación, una incógnita que, a la vista de la unánime inquietud popular, tendrá que despejarse favorablemente en el menor espacio de tiempo que sea posible. Parece que la disposición de la entidad propietaria actual es aceptable: un espacio exclusivo dentro de la ciudad donde quede expuesto a perpetuidad el “Retablo Alcarreño” con otras muchas obras -de Alejo Vera, por ejemplo- estrella de la pintura romántica e histórica del siglo XIX, natural de Viñuelas, un importante lugar de la Campiña Guadalajareña.

            El “retablo Conquense” es la pintura que haría pareja con la que acabamos de comentar. Fue pintada en la primera planta de la Diputación Provincial de Cuenca en el año 1987. El estilo es más depurado, pero menos completo y dinámico tal vez que el de su hermano mayor; pues en él predominan los personajes conquenses como motivo principal, casi exclusivo; personajes destacados de la cultura, del arte, de la literatura, de la música, de la política, de la religión nacidos en la provincia; pero escasean los paisajes conquenses, los monumentos históricos de los que tiene tantos, si lo comparamos con lo que aporta el lienzo dedicado a Guadalajara.
            El “Retablo Conquense está pintado directamente sobre el muro, en acrílico y retoques de gouache; sus dimensiones son 3,42 x 4,54 metros. Aunque ha venido conservándose en buenas condiciones durante su cuarto de siglo de existencia, a finales del pasado año y con motivo de cumplirse su XXV aniversario, la Diputación Provincial de Cuenca se ha visto obligada a emprender en él unos trabajos de restauración, con el fin de reparar los daños producidos por una gotera que provocó el levantamiento de algunas pequeñas zonas de la pintura, pequeñas ampollas y grietas. Se han puesto todos los medios de los que se dispone hoy para su restauración y el resultado, según me han dicho, ha sido excelente.
                                                     
                                                
            Los “Retablos” de Víctor de la Vega, a los que como conquense de nacimiento y habitante de Guadalajara la mayor parte de mi vida tengo una gran devoción, son noticia al encontrarse en compromiso por motivos diferentes en el corto espacio de una año, o quizá poco más; lo que me ha dado motivo para manifestar mi gratitud y admiración a su ahora anciano autor, y en no demasiado satisfactorio estado de salud; pero que todavía lo tenemos entre nosotros para disfrutar de su trabajo bien hecho. La última vez que hablé con él fue con motivo del homenaje que Cuenca y la Real Academia Conquense de Artes y Letras le dedicó hace sólo unos años. Fue por teléfono, y me comentó que se encontraba muy débil, que estaba atravesando un mal momento; pero ahí está, y a él dedico este trabajo, también como mi pequeño homenaje y el de tantas gentes de aquí deseosas de conocer y de admirar su obra. Felicidades, maestro.                        

miércoles, 18 de septiembre de 2013

LA MEJOR PAELLA DEL MUNDO

A fe que la noticia, sorprendente donde las haya, se comenta con un breve titular que lo dice todo: “Un restaurante de la Mancha Coquense, La Posada Real, de Santa María del Campo Rus, ha elaborado la mejor paella del mundo”. Ha sido como resultado del Concurso Internacional de Paella Valenciana celebrado en la ciudad de Sueca.
            Su artífice, el cocinero Julián García, ha recibido el diploma correspondiente y una importante cantidad en metálico de 2.500 euros. El segundo clasificado fue un restaurante de Cullera, Casa Picanterra, y el tercero el Chambao de Miami. Entre los finalistas varios resturantes españoles (valencianos muchos de ellos) y otros procedentes de Hamburgo, de Tokio y de Nueva Zelanda, además del que obtuvo el tercer premio, de los EE.UU.
            Sueca está considerada como la Ciudad Arrocera de España, con una producción anual muy cercana a las 40.000 toneladas de arroz, en una superficie de 5.000 hectáreas de cultivo.


           Conozco Santa María del Campo Rus en la provincia de Cuenca, debido a mis frecuentes viajes a San Clemente, vía Castillo de Garcimuñoz. Conocía de él la magnífica calidad de sus quesos de oveja en todas las variedades, famosos en la comarca; pero ignoraba que en su restaurante local guardaran secreta esta habilidad gastronómica que les ha situado a la cabeza del mundo en la preparación de paellas, tan propia de la región valenciana.

            Los ingredientes empleados por el ganador son los propios en calidad y en cantidad, para un servicio de quince comensales, a saber: arroz de la tierra, aceite de oliva, pollo, conejo, caracoles, habichuelas secas (llamados garrafones), judías verdes, alubias blancas, tomate maduro, azafrán, colorante, pimentón dulce, agua y sal; lo que está al alcance de cualquiera, si bien es el arte y el sentido del gusto lo que se valora; justo lo que ha puesto Julián García, el cocinero de este modesto restaurante de pueblo, al que no nos queda sino el felicitar cordial, admirable y muy sinceramente.      

sábado, 14 de septiembre de 2013

PELEGRINA, UN PARAÍSO JUNTO AL RÍO DULCE

        
    Muy pocos deben de ser los lugares de la provincia de Guadalajara que con tantos merecimientos paisajísticos, e incluso históricos, como el rincón de Pelegrina, se vean a su vez tan poco frecuentados por el público excursionista de fuera y de dentro de la capital. Algún que otro grupo reducido de estudiosos, casi siempre amigos de la Geología o simpati­zantes de nuestra fauna nacional, aparecen de tarde en tarde por allí, hacen lo que tienen que hacer, ven lo que tienen que ver, se saturan del soberbio espectáculo natural al que dan lugar los farallones, las ondulaciones longitudinales del terreno y las cárcavas del río Dulce, y se marchan enseguida con inten­ción de regresar, suponemos, en otra ocasión más detenidamente.
            Fue el insigne naturalista burgalés don Félix Rodríguez de la Fuente, el último descubridor de los barrancos de Pele­grina y su promotor más eficiente, quien tomó aquellos parajes como escenario ideal para su correrías televisivas acerca de la fauna salvaje de la Península Ibérica, unas veces autóctona y otras no. Lo que en modo alguno deja lugar a dudas es que, tomando como referencia aquellas imágenes, que todavía la memoria de muchos españoles retiene con devoción en recuerdo del malogra­do naturalista, uno acaba por regocijarse en su memoria al considerar cómo toda aquella maravilla, escondido paraíso de silencio y de paz en estos tiempos que corren, la tiene ahí en su esencia más pura, tal como es, sin mascarillas ni mitificaciones, a la misma puerta de su casa.
            En el mirador que hay sobre el barranco, a la vera del camino que va desde Torremocha del Campo hacia Sigüenza, un hombre y una mujer entrados en edad acaban de dejar un humilde ramo de flores al pie del monumento que recuerda al viajero la personalidad y la obra del eminente investigador fallecido. El detalle resulta emotivo en un momento de falsa idolatrías, cuando la gratitud y el reconocimiento al trabajo bien hecho son senti­mientos caducos y de escaso porvenir. La tarde anda de caída. Los buitres y los quebrantahuesos dibujan los últimos círculos por los limpios cielos del campo de Sigüenza. A mano izquierda se distingue, exangüe casi, la chorrera que produce el río al despeñarse por la angosta abertura que al paso de los siglos consiguió surcar entre las rocas. Luego, tomando calmoso los fondos del barranco, el arroyo baja lento entre los arbolillos y el hierbazal por el que se cuela como una cinta la senda de los campesinos. Cuando la media tarde abre en la comarca, el barranco del río Dulce se cubre de sombras antes de abocar en Pelegrina.

            Ahora el pueblo, aguas abajo. Sobre una prominencia en mitad de la vertiente. Pelegrina se apiña en torno a los cuatro muros aún en pie del antiguo castillo de los obispos. También el lugar de Pelegrina figura en esa lista fatal de los pueblos de Castilla condenados a desaparecer a causa de la despobla­ción. Algunas viviendas, no muchas, se han levantado durante los últimos años junto a las de toda la vida con varios siglos de antigüedad, que apenas suelen aparecen habitadas durante los meses de verano.
            Cuando se viaja a Pelegrina se debe hacer con intención de subir hasta el castillo. Cuesta trabajo, sí; pero se llega muy pronto. A mitad del ascenso conviene detenerse ante la portada románica de su pequeña iglesia parroquial. En el tímpano figura el sello heráldico del obispo don Fadrique de Portugal, uno de los más destacados en la larga nómina de los obispos seguntinos, cuya sede episcopal regentó allá por la segunda y la tercera década del siglo XVI. No hay que aclarar que su escudo de armas es un añadido a la portada, visiblemen­te anterior, de la iglesia de Pelegrina. Dentro se conserva, en lamentable estado, un bellí­simo retablo tallado en Sigüenza hacia el año 1570, obra de Martín de Vandoma, con pinturas de Diego Martínez, según los estudiosos en este tipo arte religioso en torno a la Ciudad Mitrada .
            Hay una trocha a la altura de los tejados del pueblo que nos deja en la misma planta del castillo. Por mi parte, prefie­ro subir por el camino más corto, saltando las piedras y librando el fragoso espesor de las malas hierbas, de las ortigas, de los cardenchales, de las zarzas y de los jaramagos que crecen al amparo de las venerables ruinas. Desde el mismo pedestal sobre el que asienta la fortaleza, se vuelve a repetir delante de los ojos el increíble espectáculo que habíamos contemplado poco antes desde el mirador de la carretera con alguna significante variación. Las casas de Pelegrina quedan al pie como encendidas por el sol de la media tarde, mientras que el pueblo va dando paso lenta­mente a las sombras proyectadas desde lo alto del castillo. Aguas arriba se alinean las choperas junto al arroyo, a las que salvaguardan por ambas márgenes los tajos abruptos del despeñadero que bajan hasta el caserío cortando en vertical, como a cuchillo, las fauces del barranco. Al otro lado del pueblo la vega se comienza a dulcificar, se suaviza en anchas explanadas de tierra de cultivo, abriendo paso al caudal exangüe del arroyo que baja manso en busca de nuevas experiencias ribereñas.

            Pero el esqueleto del castillo roquero está aquí, a nuestro lado. Su historia sigue paralela a la de los obispos seguntinos, que recibieron en el siglo XII aquellas tierras por donación expresa del rey Alfonso VII a título de señorío, e inmediatamente se pusieron a construir en este lugar la primitiva fortaleza de nueva planta.

            Aquí, donde hoy cunde a su antojo la maleza y lentamente se van desmoronando sus muros, pasaron los prelados seguntinos largas temporadas cada verano, hasta que las tropas en derrota del Archiduque Carlos le prendieron fuego después de la célebre bata­lla de Villaviciosa en 1710, y un siglo más tarde repitieron la misma operación los franceses cuando la invasión napoleóni­ca. Luego, los años, las aguas, los vientos y las nieves de tantos in­viernos, el abandono atroz y la falta de aplicación con fines prácticos, fueron poniendo el resto hasta conver­tirlo en esto que tengo aquí a mi lado: unos cuantos paredones en tambor de torres esquinadas, que se unen a trechos con residuos de un fornido murallón de tierra y piedra. Lo demás es naturaleza desnuda y paisaje en donde elevar los anhelos del alma. Un rincón escondido, como se dijo al principio, único en acumulación de merecimientos, y dispuesto a ofrecerse a quienes de verdad sepan agradecer tal cúmulo de encantos.

(En las fotografías: Panorámica de la vega de Pelegrina; Monumento a Rodríguez de la Fuente sobre el mirador y ruinas del Castillo, detalle)

martes, 3 de septiembre de 2013

VISITA AL CASTILLO DE BELMONTE


            Quiero dejar constancia de que conocía el castillo de Belmonte desde hace mucho tiempo, treinta o cuarenta años quizás, y en varias ocasiones lo he visto después sin que su aspecto hubiera cambiado mucho desde la primera vista. Después de la reciente restauración, el castillo es otra cosa. Algo muy distinto, hasta el punto que acabo de leer con referencia a él, una frase rotunda que yo no me atrevería a firmar por falta de datos suficientes para hacerlo: “No encontraréis -dice- otro similar en toda España, tan sólo el castillo de Caerlaverork en Escocia tiene algo parecido. Sospecho que un poco la hipérbole anda por medio, aunque tampoco de ello podría dar fe. En Europa existen magníficas fortalezas, cargadas de historia y de leyendas, que uno se las imagina de fantasía, realmente grandiosas.
            Y así, grandiosa, es la palabra que mejor ajusta a este castillo después de su restauración, que ha durado algo más de dos años. Restauración interior, sobre todo en corredores, salones y escaleras, acondicionados y decorados al gusto de la época, incluso con enseres que fueron de uso personal de sus sucesivos dueños: el Marqués de Villena en el siglo XV, y la Emperatriz Eugenia de Montijo en el XIX.

            Me ha recordado los regios salones y galerías del monasterio de El Escorial, del Alcazar de Segovia, instalados dentro de una fortaleza histórica que en su aspecto exterior ha sido, desde su construcción por Juan Pacheco, tal vez el mejor conservado de todos los castillos de España (Recuérdese la Película “El Cid” rodada dentro de él y en sus alrededores). Le faltaba eso, poner los ojos en el Castillo y echarle el chorro de dinero necesario para darle algo parecido a lo que fue cuando tuvo vida. Y por lo que he podido ver, sus actuales propietarios, los duques de Soto -descendientes de aquellos cuyos nombres figuran en los libros de Historia-  debían de contar con medios suficientes para hacerlo, y lo han hecho, y lo han hecho bien.
            La visita comienza con una proyección panorámica donde se da cuenta, sucinta pero acertada, de la historia de la fortaleza y de los nombres famosos que vivieron dentro de ella. Con el precio de la entrada se incluye el préstamo de un sonorizador o guía a manera de teléfono, que te va sirviendo los datos de lo que conviene conocer en cada lugar y en cada momento, con solo pulsar un botón.

            Como está orientado hacia el turismo, que, por cierto, responde de manera extraordinaria ( más de 11.000  personas han pasado por él en los últimos dos meses de verano), dentro del castillo hay tienda de recuerdos, bar, servicios de higiene, y todo cuanto el visitante puede necesitar para sentirse a gusto, y llevarse de este escogido lugar de la Mancha Conquense -patria chica del gran Fray Luis-, no lo olvides, un recuerdo memorable. Espero que busques la ocasión para vivir esta misma experiencia.