Ha llevado su tiempo
poner a mis “Memorias” el
punto final, aunque tampoco demasiado. Era un antiguo proyecto sobre el que me
puse manos a la obra a su debido tiempo. Hay una edad para escribir estas cosas:
esa en la que uno se va sintiendo mayor y se cree en condiciones mentales lo
suficientemente lúcidas para hacerlo. Una vida da para mucho, en mi caso para
220 folios que guardo en el ordenador con las correspondientes copias de
seguridad. El recuerdo es algo que nunca se debería dejar perder, porque nosotros
nos marchamos y las cosas quedan.
En principio pienso hacer una edición casera para cada uno de mis hijos, y otra para mí. Publicarlo
en libro, lo dudo; pues se trata de un asunto tan íntimo y personal que sólo
interesa, creo yo, a la familia, y si acaso a los contados amigos de verdad que
uno tiene y que raramente pasan de veinte, cantidad que ningún impresor se
compromete a editar en libro. Ahí os dejo una página de juventud como botón de
muestra. En la fotografía un aspecto más o menos actual de Carretería, la calle
principal de Cuenca, que tanto sabe de los haceres y andanzas de los
conquenses.
«El hecho de asistir a clase como alumno oficial -después de tantos años de estudios en el pueblo como alumno libre de Bachillerato- con más
de treinta compañeros de curso en la desaparecida Escuela de Magisterio “Fray
Luis de León”, de la que ya no queda siquiera su impresionante edificio, uno
de los mejores de Cuenca en aquellos tiempos, con un claustro de profesores
distintos para cada asignatura, me resultó novedoso, me sentía gratamente
extraño y muy feliz desde el primer día, con tanta gente joven con la que
compartir amistad, horas y trabajo, todos con ganas de vivir, y con ganas de
estudiar sólo unos pocos, un grupito que llamaban del biberón, diez o doce, que
destacábamos por la edad bastante inferior a la media del curso, y que muy
pronto nos constituimos en cuadrilla. No asistían chicas a las clases, las
futuras maestras tenían sus aulas en la primera planta del edificio, mientras
que nosotros teníamos las nuestras en la segunda. El trato con ellas, tanto
dentro como fuera de la Escuela, era escaso, prácticamente inexistente, aunque
había una ancha escalera central, con dos columnas y muy elegante entre ambos
pasillos, que sólo solían usar los profesores y las señoras de la limpieza. En
las dos plantas existían los mismos despachos, las mismas dependencias
administrativas, conserjerías, y clases amplias, una para cada curso además de
las específicas: Música, Manualidades, Educación Física, que tenía su espacio
en un estupendo gimnasio situado en la planta baja, junto a la Capilla. Las
diferentes secciones de Educación Primaria, anejas a la Escuela de Magisterio,
en las que realizábamos las prácticas, ocupaban el ala paralela del edifico con
espacios similares a los de la propia Escuela Normal.
En el primer curso estábamos gente variopinta; la mayor
parte de ellos llevaban el lastre, un tanto infantil, que traían del Instituto;
yo, por mi parte, con el inevitable pelo de la dehesa. Los alumnos de los
cursos superiores no nos hacían caso, eran otra cosa, y no digamos los que
estaban a punto de concluir los estudios, a los que admirábamos casi con
reverencia. A algunos de estos ya los veíamos pasear por Carretería con su
correspondiente de la primera planta, cuidando, eso sí, que no los vieran los
profesores -sobre todo ellas. Eran aquellos tiempos en los que las horas de
ocio para los estudiantes consistían en pasear por Carretería al caer la tarde,
en ir al cine alguna vez si había medios económicos para hacerlo, y los
domingos tomar unos chatos o unos penaltis -media caña de cerveza- en “Las
Américas” o en “El Sotanillo”, que los jueves tenían por costumbre poner de
aperitivo un platillo de paella. Cuando venía del pueblo algún familiar,
solíamos llevarlo al Colón o a la Martina, en Carretería, cosa que ocurría rara
vez y que solía pagar el invitado.
La vida para la juventud en aquellos años era tranquila,
y para los mayores todavía más. No ocurrían cosas importantes. Escaseaba el
dinero y había que hacer frente a la vida prescindiendo de él. En Cuenca, la
monotonía ciudadana se solía romper muy de tarde en tarde con el rodaje de
alguna película que alteraba por unos días la vida de la ciudad, sobre todo
entre la juventud. Las horas de rodaje de “Calle Mayor”, con Betsy Blair y José
Suárez fueron un importante motivo de distracción, en especial para los
estudiantes, que se hacía notar sobre todo en la falta de asistencia a las
clases; pues muchos se ofrecían como extras para sacarse unas pesetillas, que
luego pagarían a la hora del examen.»
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